miércoles, 25 de noviembre de 2015

Libros que anticipan el futuro

La literatura es siempre, según Kafka, una forma de la verdad. Adopte la locación o época que sea, disfrazadas bajo nombres falsos y detalles de color, sus historias tratan, en el fondo, de la realidad común a todos.
El sumbarino (Nautilus) de las 20.000 leguas narradas por Verne
Por eso se dice que los escritores no solo tienen talento para contar bien, sino también para percibir bien tanto qué pasa a nuestro alrededor como qué puede pasar. Y esta cualidad predictiva es algo que se puede notar especialmente en la ciencia ficción, como se aprecia en los títulos que siguen, que se volvieron (con justicia) clásicos.

Por ejemplo, el invento de Julio Verne: el submarino movido por electricidad, en 20.000 leguas de viaje submarino, publicado en 1870, casi 100 años antes de que se usara esa tecnología efectivamente. La innovación científica también se ve maravillosamente en las películas y series, claro, como el caso de los hologramas que permiten ver frente a sí la figura de una persona que está lejos y que ya aparecía en La guerra de las galaxias o la pantalla plana que muestra la cara del interlocutor, antecedente de Skype, en Viaje a las estrellas.

También está el caso de Un mundo feliz, en donde Aldous Huxley presenta, en 1932, una dudosa utopía: una sociedad sin pobreza ni conflictos, pero en la que los habitantes sortean la angustia y el sinsentido mediante una droga de suministro constante (un antidepresivo, de los que estuvieron accesibles para la humanidad recién en la década del 60).

Siguiendo con la denuncia social, imposible pasar por alto 1984, de George Orwell, probablemente la distopía más famosa, que presenta un estado totalitario que censura y encarcela a todos los disidentes, y se siente justificado para espiar las comunicaciones privadas de los ciudadanos.

Procesos políticos de fondo, tendencias de la humanidad, cambios en la filosofía de vida... ¿qué cosas registró la literatura antes de que lo notáramos el resto? ¿Se les ocurren otros ejemplos? ¿Les parece que algún libro de hoy está hablando de lo que pasará mañana? Lo conversamos aquí.

jueves, 15 de octubre de 2015

Escritores por su nombre

Los escritores no siempre dan la cara. O, mejor dicho, no siempre dan su verdadero nombre, aquel con el que se los puede ubicar en los registros oficiales, aquel que portan como ciudadanos del mundo.
Decalcomanía (1966), de René Magritte
Se trata de un recurso antiguo: publicar bajo un seudónimo para enmarascarar el real. Algunos de estos falsos nombres están tan consolidados que si nos dijeran los originales dudaríamos. ¿De verdad que los autores chilenos Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga y Neftalí Ricardo Reyes ganaron cada uno un Premio Nobel? ¡Claro, si son nada menos que Gabriela Mistral y Pablo Neruda! ¿Es cierto que uno de los narradores más clásicos de la literatura infantil, creador de personajes instaladísimos, que todos conocemos aunque no hayamos leído los libros, se llamaba Samuel Langhorne Clemens? ¡Sí, si ese era nombre real de Mark Twain, padre de Tom Saywer?

La lista sigue con Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson), Clarín (Leopoldo García-Alas), Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento) o Stendhal (Marie-Henri Beyle), por citar unos pocos más.

Los motivos pueden ser varios. Uno, hacerse conocer por un nombre más memorable, si uno tiene un apellido muy común: así, José Martínez Ruiz se convierte en Azorín. Pero la mayoría tiene que ver con protegerse ocultando la propia condición, por ejemplo la de sacerdote (fray Gabriel Téllez, de seudónimo Tirso de Molina) o la de mujer, sobre todo en el pasado (el caso de George Sand). Y también por seguridad personal: Quevedo firmaba El licenciado Todo-se-sabe cuando ataca a un poderoso adversario, Lisón Biedma.

En algún punto, todo tiene que ver con poder escribir sin presiones. Y el extremo de esto es la escritura enmancipada de estilos prestigiosos y de temas serios, la creación por pura diversión y por puro deseo de experimentar, con una libertad que el nombre propio no habilita. Y aquí podemos citar a un dúo literario solo armado, por los argentinos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, para la escritura paródica, que lanzaba obras (cuentos policiales) al mundo bajo el nombre Honorio Bustos Domecq, un personaje a su vez que tenía toda una biografía propia: nacido en Pujato, escritor precoz, apasionado por las historias de detectives…

Tomando este recurso de la seudonomia y aplicándolo a otras actividades, ¿qué seudónimo elegirían para ustedes? ¿Qué se animarían a hacer, o a ser, si pudieran hacerlo bajo otro nombre?

lunes, 28 de septiembre de 2015

e-lecturas

El e-book ¿mató al libro?

15 años después de que la pregunta se instalara (y de que los chistes, como el de arriba, que exageran la oposición entre uno y otro proliferaran) podemos responder que no. De hecho, lo que los especialistas auguran es, por lo menos durante un buen tiempo, una amistosa convivencia. Y esto porque cada formato aporta lo suyo.

El libro impreso nos da un placer al que nos hemos acostumbrado: su peso, su aroma, la posibilidad de recorrer sus páginas con los dedos... además de que lo podemos llevar a todos lados. Los libros digitales ofrecen otras ventajas: gran capacidad de almacenamiento (se pueden llevar muchos libros en un dispositivo, algo genial para viajes tanto cortos como largos), la posibilidad de configurar el tamaño de la letra (ideal para quienes tienen problemas de visión) y un precio final más barato.

Así que hoy es normal leer en los dos soportes. Incluso hay personas que se compran la misma obra en versión digital e impresa: por ejemplo, la primera para leer en viajes y la segunda para atesorar. Y además la industria ha inventado aplicaciones que permiten que lo electrónico y lo impreso se potencien: de esta manera, pasando un dispositivo por sobre un libro, se nos puede abrir un video, una canción, una animación.

Tal vez la pregunta no sea tanto en qué formato se lee hoy en día, sino cómo se lee. Este parece ser un cambio más trascendente, más revolucionario que el del soporte: la lectura actual que tiende al fragmento, a la descontextualización, y a relacionar leer y escribir como práctica mezclada, lectura y producción propia, del tipo que sea (transcribir, retocar, postear, extractar para sí...).

Nos gustaría saber sobre sus lecturas. ¿En qué soportes leen? O, en todo caso, ¿en qué soporte leen qué material (a lo mejor, leen el diario en pantalla, pero una novela en papel, o la inversa)? Y ¿cómo ven afectada su práctica de lectura hoy: tienen tiempo para leer, hacen algo mientras leen, en qué situaciones leen...? Lo conversamos en el blog.

jueves, 10 de septiembre de 2015

El Paraíso como una biblioteca

El bibliotecario: figura clave tanto para iniciar a la lectura como para que lograr que el hábito se mantenga a lo largo de la vida. Hoy, con las nuevas tecnologías para publicar, almacenar y compartir libros, es una profesión en proceso de reinventarse. En cada país, el bibliotecario tiene su día. En la Argentina, por ejemplo, su efemérides es el próximo 13 de septiembre; por eso, aprovechamos la excusa para recordar su figura y su función.

El bibliotecario (1566), de Giuseppe Arcimboldo
Muchos escritores fueron bibliotecarios, como los franceses George Perec y Marcel Proust, como Lewis Carroll (en la Biblioteca del college Chris Church ), como Perrault y los hermanos Grimm, quienes invirtieron la mayor parte de su tiempo entre estantes en recopilar más información sobre los cuentos tradicionales.

Pero tal vez el escritor-bibliotecario más representativo, el que primero se nos viene a la mente, sea Borges, quien decía imaginar la biblioteca como una especie de paraíso. Borges llegó a ser director de la Biblioteca Nacional de la Argentina cuando ya estaba ciego. Y a causa de esa paradoja de contar con todos los libros a disposición, pero sin el sentido de la vista, escribió el conocido "Poema de los dones", cuyo inicio no está demás refrescar: 
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden 
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría. 
(...)
Seguramente muchos de ustedes tengan anécdotas de biblioteca o, incluso, sean bibliotecarios ustedes mismos (profesionales o vocacionales, es decir: prestadores compulsivos de libros). ¿Qué anécdotas pueden contarnos? ¿Qué valoración pueden hacer de estos mediadores entre los lectores y los libros? Lo conversamos aquí. Y se inaugura en este acto la semana del bibliotecario en nuestro Facebook: ya verán las imágenes alusivas. 

jueves, 3 de septiembre de 2015

Un cuarto propio


A Virginia Woolf le piden una conferencia sobre la mujer y la novela. Pero ella se pone a pensar en lo que de verdad le interesa: la diferencia de condiciones entre un género y otro, y la desgracia de ver dificultada la práctica de la escritura. Y dice, para empezar su análisis (que sí, abordará el tema de la mujer y la novela):
“Solo puedo ofrecerles una opinión sobre un tema menor: para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio; y eso, como ustedes verán, deja sin resolver el magno problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela”.
(...) “Si una mujer escribía, tenía que hacerlo en la sala común. Y, como se hubo de lamentar Miss Nightingale con tanta vehemencia -las mujeres nunca tienen una media hora… que sea realmente de ellas-, siempre la interrumpían".
Todo esto está en su muy recomendable libro Un cuarto propio. Y como un cuarto que valga la pena tiene siempre una vista que nos permite descansar los ojos y pensar, así, con más libertad, este cuadro nos hace acordar a él. De John Piper, Vista desde una ventana (1933):

viernes, 31 de julio de 2015

Bartleby, el escribiente de la reticencia cortés

Melville, hacia 1860
El 1º de agosto de 1819, hace casi 200 años, nacía Herman Melville, primero marino y después escritor. Su obra más conocida es Moby Dick o la ballena blanca, pero hoy lo recordamos por el notable relato Bartleby, el escribiente, que presenta uno de los personajes más intrigantes de la historia de la literatura. Aquí, la escena del primer desconcierto que Bartleby provoca en el pobre narrador:
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó: 
Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
Preferiría no hacerlo.
Preferiría no hacerlo repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela y se la alcancé.
Preferiría no hacerlo dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
La obra entera, de regalo, en este enlace: http://www.librosenred.com/libros/bartlebyelescribiente.html.

Y una versión libre en variante microrrelato, aquí.

lunes, 20 de julio de 2015

Escritores y amigos

Es el Día del Amigo (en la Argentina... pero, como siempre decimos, cualquier efeméride linda sirve de excusa para el festejo de todos). En otra oportunidad, nos dedicamos a la amistad en la literatura, dentro de los libros. Por ejemplo, la amistad entre Sherlock Holmes y su complementario y elemental Watson; entre los marginados Cruz y Martín Fierro, del largo poema del mismo nombre; entre Tom Saywer y Huckleberry Finn; entre Don Quijote y Sancho Panza (otro par infaltable de opuestos), entre el ingenioso Asterix y el noble y glotón Obelix... 

Por eso, para cambiar el foco, hoy pasaremos revista a la amistad entre escritores, a esas relaciones que sobrevivieron exitosamente a cualquier sombra de rivalidad que naturalmente hubiera podido surgir entre personas consagradas en lo suyo. 

Por ejemplo, los de la imagen: Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges (presentados por Victoria Ocampo), tan cómplices y de humor tan afín que debe de haber sido un placer verlos estar juntos (aunque esto sea imposible, un poco podemos escuchar sus conversaciones si leemos las entradas del diario Borges, que Bioy Casares alimentó luego de cada encuentro durante sus 50 años de amistad). Borges y Bioy pudieron incluso trabajar juntos: crearon antologías editoriales a pedido, ejercieron como jurados de concursos y escribieron cuentos cómicos y detectivescos bajo el heterónimo (es decir, toda una identidad literaria ficticia) Honorio Bustos Domecq. 

También fueron amigos (aunque más acotadamente, durante los años 20) los escritores estadounidenses Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, y ahí tenemos la película de Woody Allen en Medianoche en París para mostrarlo. Y los autores ingleses C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien, responsables de los mundos de Narnia (con las Crónicas del mismo nombre) y de Tierra Media (por la saga de El Señor de los anillos), respectivamente, ambos miembros de la Universidad de Oxford y amantes de la mitología nórdica. 

Volviendo al ámbito latinoamericano, amigos, y muy amigos, fueron también Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, hasta que la relación terminó en el año 1976 con un puñetazo, de dudosa causa, del segundo al primero. Más estable y duradera (desde los 60 hasta el 84, cuando Cortázar murió) fue la relación de Gabo con el autor de Rayuela, otro favorecido (como él, como Vargas Llosa, como el mexicano Carlos Fuentes y como Donoso) por el boom literario. Al parecer, García Márquez lo admiraba: "Cortázar era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande", dijo una vez . 

¿Qué otros escritores amigos conocen? Lo seguimos conversando aquí. 

lunes, 15 de junio de 2015

Había una vez y otros comienzos invitantes

del pintor estadounidense David Hettinger: una lectora ya atrapada 
El inicio de un libro es, según el escritor David Lodge, "el umbral que separa el mundo real que habitamos del mundo que el novelista ha imaginado". Por eso mismo, debería invitarnos y conseguir que nosotros, los lectores, aceptemos gustosos entrar en él.

En el Día del Libro (al menos en la Argentina, pero una efeméride que celebra la literatura nunca está de más...) recordamos algunos comienzos memorables, que logran atraernos y que deseemos seguir hospedados en la historia. Son inicios que a veces consisten solo en la primera oración y, otras, en los primeros párrafos, pero siempre, más breves o más desarrollados, son simplemente, en lo esencial, una pequeña selección de palabras que logran introducirnos en una escena, presentarnos unos personajes, engancharnos con un conflicto, atraparnos con un enigma. Todo en muy pocas líneas.

Por ejemplo, con una pregunta de los propios personajes:

“¿Encontraría a La Maga?”, que es la pregunta que da pie al narrador a contar cómo es esa pareja conformada por Oliveira y la Maga, que juega a los azares en París, en la más famosa novela Cortázar, Rayuela).

O la de Alicia en el País de las Maravillas, cuando la pequeña protagonista descarta los libros sin ilustraciones ni diálogos (en un guiño al lector, que sí está iniciando una obra repleta de esos recursos): “Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo pero no tenía ilustraciones ni diálogos, ‘¿y de qué sirve un libro –pensó Alicia– si no tiene ilustraciones ni diálogos?’”.

En otros casos, los comienzos ponen al día al lector: recapitulan velozmente cómo se llegó a una situación desafortunada. Y la intriga es cómo pueden mejorar los personajes sus circunstancias en adelante:

La Ilíada, por caso, que explica el conflicto que llevó al hábil combatiente Aquiles a abandonar los campos de batalla en perjuicio de los aqueos: “Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades las almas valerosas de los héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de las aves –cumplíase la voluntad de Zeus– desde que se separaron con disputa el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo”.

Y el inicio de Nada que perder, del escritor argentino Andrés Rivera: “Mi padre murió y lo cremaron. Pero no todo fue tan fácil como lo acabo de decir”.

También están los comienzos que se animan a adelantar lo que sigue, en particular, las desgracias:

“Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia”, de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez. O “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se despertó a las 5.30 de la mañana” (Crónica de una muerte anunciada, del mismo autor).

"Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase esto antes que nada", el inicio increíble de Canadá, del autor estadounidense Richard Ford.

Otros se apoyan en sentencias tajantes como verdades universales:

"El pasado es un país extranjero: allá hacen las cosas de otra manera", de El alcahuete, de L. P. Hartley.

O “Es una verdad universalmente reconocida que a todo hombre soltero que posee una gran fortuna le hace falta una esposa”, Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. O “Todas las familias felices son iguales, pero las desdichadas lo son cada una a su manera”, de Anna Karenina, de Tolstoi.

Mientras que están, también, los inicios que empiezan dubitativos, buscando (tal vez infructuosa y hasta exasperantemente, como se da tanto en las obras de Saer) la precisión:

"Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos, qué más da", de Juan José Saer en Glosa.

¿Qué otros inicios han logrado atraparlos? Lo conversamos aquí.

jueves, 11 de junio de 2015

Al abrigo, de Juan José Saer

Se cumplen hoy 10 años de la muerte del escritor argentino (gran creador de personajes que revisita una y otra vez; exquisito prosista) Juan José Saer

Entre sus muchas obras merecen destacarse La mayor (1976) Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983) y Glosa (1985). Aquí hoy lo recordamos con un pequeño cuento presente en el primer título. Se llama "Al abrigo":
"Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que, por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata disimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo".

lunes, 20 de abril de 2015

Día del libro y de los libros por antonomasia

Mujer leyendo, del pintor colombiano Fernando Botero
Esta semana (más precisamente el jueves) se festeja el Día Internacional del Libro. ¿Por qué justo el 23 de abril? Porque es la fecha en que se dio una notable coincidencia. Ese día, en el año 1616, tres grandes escritores pasaron a la inmortalidad literaria: Miguel de Cervantes, William Shakespeare (aunque bajo otro calendario) y el Inca Garcilaso de la Vega. Y esta celebración nos llevó a pensar en los libros por antonomasia: los eternos clásicos de la literatura.

"Yo he tratado más de releer que de leer", decía un Borges entrado en años. Según declaraba en entrevistas, hacía tiempo que había optado por revisitar textos ya leídos (evaluados en su momento y considerados piezas maestras), en vez de buscar nuevos méritos en otros por conocer. Lo más seguro es que coincidiera en esto con Ítalo Calvino, para quien los clásicos se definían, precisamente, por no agotarse en una primera (ni segunda, ni tercera) lectura. Así caracterizaba estas obras especiales el escritor italiano en su (ya clásico también) Por qué leer los clásicos: 
“Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima”. 
“Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad”. 
“Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres)”.
“Se llama clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”. 
“Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo”.

¿Cuál es su clásico, el que usted no se cansa de releer, el que cubre siempre sus expectativas, el que en cada lectura le aporta una visión enriquecedora o un disfrute nuevo? ¡Lo conversamos aquí!

miércoles, 18 de marzo de 2015

Manías del lector

La constancia para seguir una historia, la capacidad de abstraerse del mundo por fuera de las páginas, la afición a observar otras realidades tal vez hagan del lector una figura propensa a las manías. O tal vez sea pura casualidad. Pero lo cierto es que la mayoría de los que leemos presentamos algunos de estos hábitos… o vicios, según sea la frecuencia e intensidad de la práctica:
Oler (aspirar) los libros.
Empezar a leerlos por atrás o salteadamente.
Subrayar con birome las frases logradas.
Subrayar con resaltador las frases logradas.
Subrayar con un delicado lápiz las frases logradas.
No subrayar ni intervenir en lo más mínimo el espacio sagrado de la página impresa (y advertir a quienes les prestamos los libros que se abstengan de cometer tal herejía).
Corregir las erratas de los libros. Agregar, a veces, comentarios indignados.
Usar tickets, boletos, hojas secas de los árboles o vulgares señaladores para marcar las páginas.
Doblar la puntita de la hoja para marcar la página.
Leer el libro del vecino cuando en un transporte público nos quedamos sin lectura.
Elegir un libro para cualquier viaje en transporte público, incluso uno de 10 minutos. O más de un libro, por si alguno no "funciona".
Nunca dejar un libro por la mitad... o, por el contrario, empezar varios a la vez, sin fidelidad garantizada a priori.
Identificar los libros propios. Con ex libris (literalmente, 'de entre los libros': las etiquetas o los sellos compuestos de un dibujo y del espacio para poner el nombre del propietario, como el de la imagen).

O poner nuestras iniciales en los libros (el nombre completo, el año, el número de teléfono y el nombre de quién lo regaló y la fecha de cuándo).
Anotar, al final del libro, la fecha en que lo terminamos. Y, tal vez, el veredicto. 
No poder irse a dormir sin leer algo, un poco. Aunque ya sea tarde y aunque mañana haya que madrugar.  
Comprar más de una edición de un libro favorito. Tenerlo en versión de bolsillo, en tapa dura, en e-book, ilustrado...
¿En qué manía se reconocen? ¿Y cuál agregarían? Anímense… ¡no están solos en esto!

viernes, 13 de marzo de 2015

El primer Premio Nobel de Literatura

El 17 de marzo de 1839 nacía en París el poeta Sully Prudhomme. Hoy en día se recuerda más que fue, allá por 1900, el primer Premio Nobel de Literatura (y de ahí el homenaje en la estampilla que mostramos abajo) que su literatura. Pero rescatamos de él este poema que reflexiona sobre cómo la costumbre guía nuestros pasos. Se titula, precisamente, "La costumbre":

La costumbre es una forastera que suplanta a nuestra razón,
una vieja ama de casa que se instala en el hogar.
Es discreta, humilde y leal.
Conoce todos los rincones.
Nunca nos ocupamos de ella
porque sus atenciones son invisibles. 
Conduce los pasos del hombre
por el camino que él hubiera elegido.
Sabe los fines que este persigue
sin que él haya de señalárselos,
y le dice con voz queda: «Por aquí».
Trabajando en silencio para nosotros
con ademán seguro y siempre idéntico,
tiene la vigilancia en la mirada
y la dulzura del sueño en los labios.
Pero ¡imprudente aquel
que se abandone a su yugo, una vez conocido! 
Esta vieja de paso monótono
va adormeciendo la joven libertad,
y todos los que, insensiblemente,
se han dejado ganar por su fuerza oscura,
son hombres por la fisonomía,
pero son cosas por los movimientos. 

viernes, 20 de febrero de 2015

Librerías de película

Historias de amor nacidas o fortalecidas o reencauzadas dentro de librerías. Pocas combinaciones mejores para quienes amamos los libros y los espacios que los alojan, ¿no es cierto? Aquí una recopilación de cinco películas que ponen estantes llenos de libros, mesas con novedades editoriales y vidrieras con rostros de autores como telón de fondo:

Tienes un e-mail (de 1998), en la que Kathleen Kelly (Meg Ryan), dueña de una encantadora librería infantil, The Shop Around the Corner, se enfrenta con el propietario de una cadena de librerías de gran superficie (Tom Hanks) que se le instala en el barrio. Cara a cara, los personajes no pueden estar más enfrentados. Pero por mail (paralela y anónimamente) se produce un encuentro más real entre ellos que los enamora.

Notting Hill (de 1999), que es posiblemente la película más asociada a una librería. Dicen que el lugar en Londres donde está el negocio es meca turística para los fanáticos. El film cuenta el romance entre un librero (el galán de los tiempos modernos, Hugh Grant) y una estrella de cine (protagonizada por una verdadera estrella de cine, Julia Roberts). 

Cuando Harry conoció a Sally (de 1989) transcurre en una librería tan solo durante una escena. Pero esa escena es clave: es cuando Harry Burns (Billy Cristal) y Sally Albright (¡otra de Meg Ryan!) deciden que sí, que después de todo pueden ser amigos a pesar de ser hombre y mujer (y esto es antes del final de la película, cuando se dan cuenta de que en realidad no son amigos, de que en realidad se aman). Y el reencuentro (después de años de no haberse visto) se da solo porque la amiga de Sally (Carrie Fisher), siempre en plan Celestina, le señala: "Alguien te está mirando desde Crecimiento personal" (el estante de…, es que Harry tenía miedo de acercarse); el fotograma ese instante aquí:



Antes del atardecer (de 2004) reúne también a dos enamorados en una librería, esta vez bajo la excusa de la presentación de un libro: el de Jesse (Ethan Hawke) sobre su romance tan fugaz como intenso e inolvidable con Celine (Julie Delpy), años atrás. La librería del reencuentro es nada menos que la famosa Shakespeare & Co. Y la ciudad es nada menos que París. Sumado esto a una linda historia de amor, da la película perfecta.

Enamorándose (de 1984) es nuestro último clásico de romances filmados en librerías. Un arquitecto y una diseñadora se conocen mientras están comprando libros como regalo de navidad para sus respectivos cónyuges. Están en la Rizzoli, de Nueva York. En el apuro, confunden sus paquetes. Y a partir de esa casualidad nace una buena historia de amor, de esas de amor de segunda vuelta.


En la semana que de la entrega de los Oscar, ¿cuál es su película-en-librería preferida? O con mayor amplitud ¿cuál es la mejor película de amor y libros? La seguimos aquí.

Librería de novela

Hay muchos libros sobre librerías. Pero ninguno tan eficaz para transmitir el encantamiento que estos espacios pueden ejercer sobre nosotros como 84, Charing Cross Road.

Se trata de la correspondencia real de la escritora estadounidense Helene Hanff en torno a la librería londinense Marks & Co y contiene las cartas de la autora a los distintos libreros que la atienden, en las que hace su pedido de libros mientras va trabando amistad con cada uno gracias a su desparpajo cómplice y gran sentido del humor. A estos mensajes siguen las respuestas de los diferentes empleados. Y hay incluso la carta de un testigo a distancia: como Helene no cuenta con dinero suficiente para cruzar el Atlántico, ha pedido a su amiga Maxine que vaya a la librería a mirarla, a recorrerla con sus ojos, por ella, y que luego se la describa. Aquí el resultado, la parte del mensaje que se refiere a este cometido:

Londres, 10 de septiembre de 1951

Querida:
84, Charing Cross Road

¡Es una tiendecita antigua y encantadora, que parece salida directamente de las páginas de una novela de Dickens! ¡Te chiflará cuando la veas!

Tienen fuera unos expositores, y me paré a hojear unas cuantas cosas simplemente para asumir la apariencia de una amante de los libros antes de pasar al interior. Dentro está oscuro: hueles los libros antes de poder verlos; un olor de lo más agradable. No soy capaz de describírtelo, pero es una combinación de moho, polvo y vejez, de paredes revestidas de madera y suelo entarimado. Hacia el fondo de la tienda, a la izquierda, hay un escritorio con una lámpara de estudio encima. Frente a él estaba sentado un hombre de unos cincuenta años, con nariz a lo Hogarth. Levantó la mirada al entrar yo, y me saludó diciendo: "Buenas tardes. ¿Puedo ayudarla?", con marcado acento del Norte. Le respondí que sólo quería curiosear, y me animó a hacerlo.

Hay metros y metros de estantes, inacabables. Llegan hasta el techo y son muy antiguos y de tono agrisado, como de roble viejo que ha absorbido tanto polvo al correr de los años que ya ha perdido su color originario. Tienen una sección dedicada a grabados, que es una gran mesa alargada en la que se exponen grabados de Cruikshank, de Rackham, de Spy y de otros muchos ilustradores y caricaturistas ingleses que no soy capaz de reconocer porque apenas sé nada de ellos. Hay asimismo algunas revistas ilustradas, antiguas y deliciosas.

Permanecí dentro como una media hora, esperando que aparecieran por allí tu Frank o alguna de las chicas, pero era alrededor de la una cuando entré, así que supuse que probablemente habrían salido todos a almorzar, y yo tuve que irme porque no disponía de más tiempo.

(...)

jueves, 12 de febrero de 2015

Amores literarios

Decía Juan Rulfo que para un escritor no existen "más que tres temas básicos: el amor, la vida y la muerte". Y ciertamente, desde sus inicios, la literatura viene presentando relaciones amorosas con toda clase de desarrollos, protagonistas y destinos.

El beso (1962), de Roy Lichtenstein
De las parejas románticas de todos los tiempos, ¿cuál es su preferida? Vamos con las más clásicas como punto de partida, pero esperamos que aporten las que quieran:
  • Romeo y Julieta, los exaltados amantes que Shakespeare inmortalizó en Verona
  • la Maga y Oliveira, los que se encuentran en París, sin buscarse, todo misterio una, todo intelecto el otro
  • Stevens y Miss Kenton, décadas de amor reprimido entre tareas domésticas de los dos empleados y tazas de té inglés, en Lo que queda del día
  • Dulcinea del Toboso y su devoto, quijotesco e ingenioso hidalgo de la Mancha
  • Fermina Daza y quien probablemente sea el enamorado más persistente de la historia literaria: Florentino Ariza, de El amor en los tiempos del cólera, escrito por Gabriel García Márquez 
  • Tristán e Iseo, la leyenda celta del amor prohibido, cantada por trovadores durante toda la Edad Media
  • la paciente Penélope y el astuto Ulises, que logran, cada uno por su lado y mediante diferentes artimañas, volver a estar juntos.
¿Qué otros romances le parecen memorables? ¿Qué historias de amor (con final triste o feliz) son las que usted hubiera deseado vivir? Lo conversamos aquí.

Pedido de mano

¿Qué pretendiente envió tan promisoria carta al padre de su enamorada? (Tan promisoria, que uno diría que buscaba un no):
"Soy una persona taciturna, silenciosa, insociable, egoísta, hipocondríaca y enfermiza. Vivo en el seno de mi familia, con las mejores y más amables personas, sintiéndome más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no habré intercambiado ni veinte palabras diarias; con mi padre, nunca pasamos de un saludo. Con mis hermanas casadas y mis cuñados no hablo sin enfadarme. Para la vida familiar carezco del menor sentido. ¿Podrá vivir con semejante ser humano su hija, cuya naturaleza, la de una muchacha sana, está destinada a gozar de una auténtica dicha conyugal? Soportará llevar una vida monacal junto a un hombre que, pese a que la ama como jamás podrá amar a otra, debido a su vocación irrevocable se pasa la mayor parte del tiempo metido en su habitación o paseando en solitario?".

Sí, el de la foto. Que quería (o evitaba) casarse con Felice Bauer.

viernes, 6 de febrero de 2015

Otro poema de los dones

El 17 de febrero de 1836 nacía el poeta español Gustavo Adolfo Bécquer, representante del romanticismo de España. Sus temas predilectos fueron el amor, la soledad y el desengaño. Entre sus obras podemos mencionar Cartas literarias a una mujer (1861), Leyendas (1857-1864) y Cartas desde mi celda (1864), aquí de regalo.

Y entre sus poemas, los clásicos sobre qué es la poesía y el del arpa olvidada, que espera alguien que despierte su música. Otro poema de los dones, por citar a otro poema, de Borges.
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sepa arrancarlas!

¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga “Levántate y anda”!

jueves, 29 de enero de 2015

Literatura con humor


“El humor, aunque sea universal, no es en todas las literaturas el mismo tipo de humor. No nos reímos por las mismas cosas, ni, por decirlo así, de la misma manera. El humor verbal de Inglaterra –las paradojas de Wilde, los diálogos de Bernard Shaw, los epigramas del doctor Johnson– es menos físico que los irresistibles garrotazos recibidos por don Quijote y Sancho e infinitamente más moralista que los catálogos escandalosos de Gargantúa. La risa de García Márquez no es la risa de Gogol o de Chejov. El humor argentino es ambiguo, dudoso; está siempre al borde de aquella categoría que inventó Macedonio Fernández: el casi chiste. Puede llegar a ser negro, herético, paródico, incluso absolutamente cómico, pero siempre tiene un sarcástico matiz de crueldad (…)”.

Como puntualiza el escritor argentino Abelardo Castillo, los tipos de humor son muchos y todos ellos tienen su correlato literario. El ridículo, por ejemplo, es uno de los recursos más antiguos para generar comicidad. Y una muestra es El Quijote, lleno de situaciones disparatadas a causa de la inflamación imaginativa de su protagonista, producida por haber leído demasiados libros de caballería. Entre los episodios más recordados, naturalmente, está el del embate del Quijote a los molinos de viento, por creerlos gigantes con los que se podía batir y así ganar gloria; la aventura termina con él maltrecho y justificando su desajuste con la realidad por un encantamiento momentáneo en su contra:
"Calla, amigo Sancho, respondió Don Quijote, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la voluntad de mi espada".
También la parodia, como en los cuentos de Roberto Fontanarrosa sobre el (inventado, caricaturizado) autor de aforismos Ernesto Esteban Echenique:
“Sus ojos se llenan de lágrimas con una facilidad conmovedora. El simple hecho de contemplar una puesta de sol, el vuelo de un ave, el alejarse de un ómnibus o bien, la sombra de una guía telefónica proyectada sobre una pared, obtiene el milagro, repetido milagro, de que sus pupilas se empañen y sus labios se vean estremecidos ante la inminencia del llanto”.
Otro procedimiento es la acumulación de absurdos que desafían nuestra lógica, como el cuento “El zapallo que se hizo cosmos”, de Macedonio Fernández:
Érase un zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin remedios fue desarrollándose con el agua natural y la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático. Pero la historia externa es la que nos interesa, esa que sólo podrían relatar los azorados habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus poderosos raíces.

La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple natural crecimiento. Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues ya entonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante. Ya medía una legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por saltos.

Cundía el pavor”.
Y el humor negro, la suma de equívocos, los juegos de palabras, lo escatológico (como en Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais) y el extrañamiento, que desautomatiza cómo percibimos el mundo; basta recordar el libro Sin noticias de Gurb, de Eduardo Mendoza (crónica en primera persona de un extraterrestre caído en la Tierra a través de cuya percepción podemos tomar conciencia de nuestros absurdos humanos), o las instrucciones para las tareas más cotidianas y sencillas, como subir las escaleras, de Cortázar:
“Para subir una escalera se comienza por levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie”.
Muchas son las clases de humor y todas ilustrables en una larga lista de cultores. Ustedes, ¿con qué tipo de humor disfrutan más? ¿Qué libros los han hecho partirse de la risa... o al menos aligerar el ánimo y desfruncir el ceño para el resto de la jornada? Lo conversamos aquí en el blog.

jueves, 15 de enero de 2015

Destinos literarios


Porque es época de tomarnos vacaciones (o, si no nos tocan, de soñarlas) esta vez nos ocupamos de los destinos literarios: esos espacios privilegiados, elevados del mapa de los lugares concretos en tanto escenarios de historias que son tan ficticias como inolvidables.


Monje frente al mar, Caspar David Friedrich (1774-1840)

Al pensar en esos sitios, realidad e invención se entremezclan. Quien haya leído La ciudad y los perros o Conversación en la Catedral difícilmente pueda pasear por Lima sin ecos ni citas. Quien haya seguido los pasos de La Maga y Oliveira cruzando los puentes de París (y de su relación) en la novela Rayuela los imaginará inevitablemente en algún momento de su recorrido. Y quien haya conocido la larga pasión de Florentino Ariza por Fermina Daza, detallada en El amor en los tiempos del cólera, no pasará por el Portal de los Dulces de Cartagena sin sentir que la historia se inicia otra vez, en cualquier momento.

Por los puentes de Venecia, dicen que deambulan un mercader (el ideado por Shakespeare). Y también el ansia casi suicida de un turista mayor, hechizado por un amor prohibido justo cuando todo le indica que la peste avanza por los canales y que debe volver de inmediato a su seguro y confortable hogar alemán, según lo narró Thomas Mann en La muerte en Venecia.

Londres no se queda atrás en las evocaciones que suscita: las tramas policiales protagonizadas por Sherlock Holmes, los relatos de mujeres que buscan su lugar en el mundo de Virginia Woolf, los cuentos de miseria pero también de alegría de Charles Dickens. Y así podríamos seguir con la Praga “de” Kafka, la Bogotá “de” Mario Mendoza, la Buenos Aires “de” Borges o de Leopoldo Marechal…

¿Qué lugares son para ir con libro-en-mano? ¿Qué autores sirven como guías por esos espacios? Lo conversamos aquí.

lunes, 12 de enero de 2015

La fe en los libros

"Cuando llegó la hora de irme de casa, había desarrollado, cosa poco sorprendente, una gran fe en los libros. Aunque los puntos flacos de mi padre en la lectura coinciden con los míos, y lo que a él no le gustaba a mí sigue sin gustarme (no hay nada más permanente que una fobia de infancia heredada) sabía que se podía encontrar un libro para cada estado de ánimo, o encontrar un libro para cambiar tu estado de ánimo, un libro que pudiera sugerir una forma de pensar, de sentir y de ser. Nuevos pensamientos, imágenes y fantasías brotaban en tu mente mientras leías sentado en la butaca. El libro adecuado, como una droga, podía colocarte, y mantenerte durante semanas en el estado mental deseado".

Del libro autobiográfico de Hanif Kureishi sobre la relación con su padre, Mi oído en su corazón.


viernes, 9 de enero de 2015

Ubi sunt...

El 4 de enero de 1965 murió T. S. Eliot, poeta angloestadounidense, ganador del Nobel de Literatura en 1948.


Dejó cientos de poemas, libros de teatro y ensayos... y también una pregunta que le gustaba citar a Jorge Luis Borges y que resulta sorprendentemente actual para nosotros, en estos tiempos de proliferación de contenidos:
¿Dónde está la sabiduría que perdimos con el conocimiento y dónde está el conocimiento que perdimos con la información?