miércoles, 20 de enero de 2016

Los otros yo de los autores

Hace un tiempito hablábamos de los seudónimos, esos nombres de fantasía que los autores eligen, por distintos motivos, para enmascarar su identidad real.

Pero hay todavía un alter ego más extremo, que es el heterónimo: no solo un nombre nuevo, sino una personalidad paralela, con una biografía completamente inventada. Así, el caso más famoso y más aprovechado: el del portugués Fernando Pessoa, quien creó más de 70, entre ellos Alberto Caeiro, Bernardo Soares, Álvaro de Campos y Ricardo Reis.

Fernando Pessoa (1954) por Almada Negreiros
Y tanta es la diferencia entre las distintas personalidades que hasta escriben distinto. Por ejemplo, así escribía Bernardo Soares:
El poeta es un fingidor.
Finge tan completamente
Que llega a fingir que es dolor
El dolor que de veras siente.
Lejos de este tono melancólico, pero con sencillez e imágenes pastoriles, Alberto Caeiro, nacido en Lisboa, fue un campesino (huérfano) casi sin estudios formales:
Yo nunca guardé rebaños
Pero es como si los guardara.
Mi alma es como un pastor,
Conoce el viento y el sol
Y anda de la mano de las Estaciones
Siguiendo y mirando.
Álvaro de Campos, en cambio, era mundano y había sufrido desencantos que volcaba en su poética de versos largos:
En la noche terrible, substancia natural de todas las noches,
la noche de insomnio, substancia natural de todas mis noches,
Recuerdo, velando en modorra incómoda,
Recuerdo lo que hice y lo que pude haber hecho en la vida.
Recuerdo, y una angustia
Se difunde completamente por mí como un frío del cuerpo o un miedo.
Lo irreparable de mi pasado —¡ese es el cadáver!
Puede ser que sean ilusión todos los demás cadáveres.
Puede que estén vivos en otra parte todos los muertos.
Puede que existan en otro lugar todos mis propios momentos pasados,
En la ilusión del espacio y del tiempo,
En la falsedad del transcurrir.
¿Qué otros autores con heterónimos conocen? ¿Cuál su versión de Fernando Pessoa preferida?

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Libros que anticipan el futuro

La literatura es siempre, según Kafka, una forma de la verdad. Adopte la locación o época que sea, disfrazadas bajo nombres falsos y detalles de color, sus historias tratan, en el fondo, de la realidad común a todos.
El sumbarino (Nautilus) de las 20.000 leguas narradas por Verne
Por eso se dice que los escritores no solo tienen talento para contar bien, sino también para percibir bien tanto qué pasa a nuestro alrededor como qué puede pasar. Y esta cualidad predictiva es algo que se puede notar especialmente en la ciencia ficción, como se aprecia en los títulos que siguen, que se volvieron (con justicia) clásicos.

Por ejemplo, el invento de Julio Verne: el submarino movido por electricidad, en 20.000 leguas de viaje submarino, publicado en 1870, casi 100 años antes de que se usara esa tecnología efectivamente. La innovación científica también se ve maravillosamente en las películas y series, claro, como el caso de los hologramas que permiten ver frente a sí la figura de una persona que está lejos y que ya aparecía en La guerra de las galaxias o la pantalla plana que muestra la cara del interlocutor, antecedente de Skype, en Viaje a las estrellas.

También está el caso de Un mundo feliz, en donde Aldous Huxley presenta, en 1932, una dudosa utopía: una sociedad sin pobreza ni conflictos, pero en la que los habitantes sortean la angustia y el sinsentido mediante una droga de suministro constante (un antidepresivo, de los que estuvieron accesibles para la humanidad recién en la década del 60).

Siguiendo con la denuncia social, imposible pasar por alto 1984, de George Orwell, probablemente la distopía más famosa, que presenta un estado totalitario que censura y encarcela a todos los disidentes, y se siente justificado para espiar las comunicaciones privadas de los ciudadanos.

Procesos políticos de fondo, tendencias de la humanidad, cambios en la filosofía de vida... ¿qué cosas registró la literatura antes de que lo notáramos el resto? ¿Se les ocurren otros ejemplos? ¿Les parece que algún libro de hoy está hablando de lo que pasará mañana? Lo conversamos aquí.

jueves, 15 de octubre de 2015

Escritores por su nombre

Los escritores no siempre dan la cara. O, mejor dicho, no siempre dan su verdadero nombre, aquel con el que se los puede ubicar en los registros oficiales, aquel que portan como ciudadanos del mundo.
Decalcomanía (1966), de René Magritte
Se trata de un recurso antiguo: publicar bajo un seudónimo para enmarascarar el real. Algunos de estos falsos nombres están tan consolidados que si nos dijeran los originales dudaríamos. ¿De verdad que los autores chilenos Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga y Neftalí Ricardo Reyes ganaron cada uno un Premio Nobel? ¡Claro, si son nada menos que Gabriela Mistral y Pablo Neruda! ¿Es cierto que uno de los narradores más clásicos de la literatura infantil, creador de personajes instaladísimos, que todos conocemos aunque no hayamos leído los libros, se llamaba Samuel Langhorne Clemens? ¡Sí, si ese era nombre real de Mark Twain, padre de Tom Saywer?

La lista sigue con Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson), Clarín (Leopoldo García-Alas), Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento) o Stendhal (Marie-Henri Beyle), por citar unos pocos más.

Los motivos pueden ser varios. Uno, hacerse conocer por un nombre más memorable, si uno tiene un apellido muy común: así, José Martínez Ruiz se convierte en Azorín. Pero la mayoría tiene que ver con protegerse ocultando la propia condición, por ejemplo la de sacerdote (fray Gabriel Téllez, de seudónimo Tirso de Molina) o la de mujer, sobre todo en el pasado (el caso de George Sand). Y también por seguridad personal: Quevedo firmaba El licenciado Todo-se-sabe cuando ataca a un poderoso adversario, Lisón Biedma.

En algún punto, todo tiene que ver con poder escribir sin presiones. Y el extremo de esto es la escritura enmancipada de estilos prestigiosos y de temas serios, la creación por pura diversión y por puro deseo de experimentar, con una libertad que el nombre propio no habilita. Y aquí podemos citar a un dúo literario solo armado, por los argentinos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, para la escritura paródica, que lanzaba obras (cuentos policiales) al mundo bajo el nombre Honorio Bustos Domecq, un personaje a su vez que tenía toda una biografía propia: nacido en Pujato, escritor precoz, apasionado por las historias de detectives…

Tomando este recurso de la seudonomia y aplicándolo a otras actividades, ¿qué seudónimo elegirían para ustedes? ¿Qué se animarían a hacer, o a ser, si pudieran hacerlo bajo otro nombre?

lunes, 28 de septiembre de 2015

e-lecturas

El e-book ¿mató al libro?

15 años después de que la pregunta se instalara (y de que los chistes, como el de arriba, que exageran la oposición entre uno y otro proliferaran) podemos responder que no. De hecho, lo que los especialistas auguran es, por lo menos durante un buen tiempo, una amistosa convivencia. Y esto porque cada formato aporta lo suyo.

El libro impreso nos da un placer al que nos hemos acostumbrado: su peso, su aroma, la posibilidad de recorrer sus páginas con los dedos... además de que lo podemos llevar a todos lados. Los libros digitales ofrecen otras ventajas: gran capacidad de almacenamiento (se pueden llevar muchos libros en un dispositivo, algo genial para viajes tanto cortos como largos), la posibilidad de configurar el tamaño de la letra (ideal para quienes tienen problemas de visión) y un precio final más barato.

Así que hoy es normal leer en los dos soportes. Incluso hay personas que se compran la misma obra en versión digital e impresa: por ejemplo, la primera para leer en viajes y la segunda para atesorar. Y además la industria ha inventado aplicaciones que permiten que lo electrónico y lo impreso se potencien: de esta manera, pasando un dispositivo por sobre un libro, se nos puede abrir un video, una canción, una animación.

Tal vez la pregunta no sea tanto en qué formato se lee hoy en día, sino cómo se lee. Este parece ser un cambio más trascendente, más revolucionario que el del soporte: la lectura actual que tiende al fragmento, a la descontextualización, y a relacionar leer y escribir como práctica mezclada, lectura y producción propia, del tipo que sea (transcribir, retocar, postear, extractar para sí...).

Nos gustaría saber sobre sus lecturas. ¿En qué soportes leen? O, en todo caso, ¿en qué soporte leen qué material (a lo mejor, leen el diario en pantalla, pero una novela en papel, o la inversa)? Y ¿cómo ven afectada su práctica de lectura hoy: tienen tiempo para leer, hacen algo mientras leen, en qué situaciones leen...? Lo conversamos en el blog.

jueves, 10 de septiembre de 2015

El Paraíso como una biblioteca

El bibliotecario: figura clave tanto para iniciar a la lectura como para que lograr que el hábito se mantenga a lo largo de la vida. Hoy, con las nuevas tecnologías para publicar, almacenar y compartir libros, es una profesión en proceso de reinventarse. En cada país, el bibliotecario tiene su día. En la Argentina, por ejemplo, su efemérides es el próximo 13 de septiembre; por eso, aprovechamos la excusa para recordar su figura y su función.

El bibliotecario (1566), de Giuseppe Arcimboldo
Muchos escritores fueron bibliotecarios, como los franceses George Perec y Marcel Proust, como Lewis Carroll (en la Biblioteca del college Chris Church ), como Perrault y los hermanos Grimm, quienes invirtieron la mayor parte de su tiempo entre estantes en recopilar más información sobre los cuentos tradicionales.

Pero tal vez el escritor-bibliotecario más representativo, el que primero se nos viene a la mente, sea Borges, quien decía imaginar la biblioteca como una especie de paraíso. Borges llegó a ser director de la Biblioteca Nacional de la Argentina cuando ya estaba ciego. Y a causa de esa paradoja de contar con todos los libros a disposición, pero sin el sentido de la vista, escribió el conocido "Poema de los dones", cuyo inicio no está demás refrescar: 
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden 
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría. 
(...)
Seguramente muchos de ustedes tengan anécdotas de biblioteca o, incluso, sean bibliotecarios ustedes mismos (profesionales o vocacionales, es decir: prestadores compulsivos de libros). ¿Qué anécdotas pueden contarnos? ¿Qué valoración pueden hacer de estos mediadores entre los lectores y los libros? Lo conversamos aquí. Y se inaugura en este acto la semana del bibliotecario en nuestro Facebook: ya verán las imágenes alusivas. 

jueves, 3 de septiembre de 2015

Un cuarto propio


A Virginia Woolf le piden una conferencia sobre la mujer y la novela. Pero ella se pone a pensar en lo que de verdad le interesa: la diferencia de condiciones entre un género y otro, y la desgracia de ver dificultada la práctica de la escritura. Y dice, para empezar su análisis (que sí, abordará el tema de la mujer y la novela):
“Solo puedo ofrecerles una opinión sobre un tema menor: para escribir novelas, una mujer debe tener dinero y un cuarto propio; y eso, como ustedes verán, deja sin resolver el magno problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela”.
(...) “Si una mujer escribía, tenía que hacerlo en la sala común. Y, como se hubo de lamentar Miss Nightingale con tanta vehemencia -las mujeres nunca tienen una media hora… que sea realmente de ellas-, siempre la interrumpían".
Todo esto está en su muy recomendable libro Un cuarto propio. Y como un cuarto que valga la pena tiene siempre una vista que nos permite descansar los ojos y pensar, así, con más libertad, este cuadro nos hace acordar a él. De John Piper, Vista desde una ventana (1933):

viernes, 31 de julio de 2015

Bartleby, el escribiente de la reticencia cortés

Melville, hacia 1860
El 1º de agosto de 1819, hace casi 200 años, nacía Herman Melville, primero marino y después escritor. Su obra más conocida es Moby Dick o la ballena blanca, pero hoy lo recordamos por el notable relato Bartleby, el escribiente, que presenta uno de los personajes más intrigantes de la historia de la literatura. Aquí, la escena del primer desconcierto que Bartleby provoca en el pobre narrador:
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó: 
Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
Preferiría no hacerlo.
Preferiría no hacerlo repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela y se la alcancé.
Preferiría no hacerlo dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
La obra entera, de regalo, en este enlace: http://www.librosenred.com/libros/bartlebyelescribiente.html.

Y una versión libre en variante microrrelato, aquí.