Personajes literarios memorables hay muchos. Y, de entre
esos muchos, un porcentaje importante son los malos: los crueles, los ruines, los perversos, los criminales, los
temibles. Motivados por la envidia, el resentimiento, la ambición o –lo que
resulta más inquietante– por ninguna razón en particular (como el caso del
despiadado asesino Anton Chigurh, de la novela Sin lugar para viejos, de Cormac McCarthy, llevada al cine hace
pocos años por los hermanos Coen), los villanos tienen funciones importantes en
la narración: sirven para justificar los desafíos que el protagonista debe
superar, sirven para mantener el suspenso a lo largo de toda la historia y sirven
como contraste de la figura del héroe, siempre revestida (aunque se presente con
defectos) de atributos positivos, o al menos muy humanos, que nos llevan invariablemente
a empatizar con él.
Villanos hay de todos los tipos: relacionados con fuerzas
oscuras y dispuestos a usarlas contra la humanidad en general o algunos
individuos en particular (Lord Vordemort, de la saga de Harry Potter; Sauron,
de El señor de los anillos); con
claros problemas mentales (pero no por ello justificables), como la fanática y
solitaria enfermera Annie Wilkies, de la novela Misery, de Stephen King, que secuestra a su autor favorito para
pedirle que rectifique el curso de una de sus obras, o como Jean Baptiste
Grenouille, el asesino del El Perfume,
que mata jovencitas, sin contemplación alguna, en pos de conseguir el aroma
perfecto.