miércoles, 17 de diciembre de 2014

Los relatos de la Navidad


Si rastreamos los tipos de Navidad representadas por los escritores, rápidamente aparecen tres. En primer lugar, las Navidades "de cuento", esas historias dulcificadas, que terminan con los protagonistas (y, en el mejor de los casos, también, los lectores) recordando el valor de la solidaridad, de la compañía, del amor.

La Navidad de Juanito Laguna (1961), de Antonio Berni

Así aparece retratada en Mujercitas, de L. M. Alcott, en el episodio inicial de las hermanas March compartiendo su desayuno con una familia pobre y enferma y dando una lección de generosidad.

Canción de Navidad, de Charles Dickens (sin duda el clásico más clásico sobre la temática)  se ubica en esta línea, pero también ya enlaza, a través de su componente fantasmagórico, con la siguiente categoría, que muestra el reverso de la Navidad dulce y previsible: las fiestas del desastre, en las que todo naufraga, o de lo sombrío, en las que emergen oscuras e inmanejables fuerzas procedentes de tiempos antiguos, como lo pinta H. P. Lovecraft en “El ceremonial”:
“Era el Día del Invierno, ese día que los hombres llaman ahora Navidad, aunque en el fondo sepan que ya se celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun la propia humanidad”.
Y finalmente están, también, las Navidades como puro e irritante telón de fondo. Las fiestas no aparecen, aquí, como relevantes en sí mismas, como excusa para la reunión y el regocijo o como hito inolvidable (aunque sea en un mal sentido), sino como causa de estrés y fastidio. Así las cuenta, por ejemplo, Raymond Chandler, el famoso autor de policiales. Entre sus cartas personales, deja estos comentarios no carentes de ingenio sobre estos días particulares y la agitación, para él innecesaria, que promueven:

                                                                                                                            Carta a Jamie Hamilton
                                                                                                                                                                     21 de diciembre de 1951
Bueno, la Navidad con todos sus viejos horrores ha vuelto ha caer sobre nosotros. Los negocios están llenos de fantástica basura y todo lo que uno quiere no está. Gente con expresiones tensas y doloridas revisa objetos de cristal distorsionado y de cerámica, y es atendida, si esa es la palabra correcta, por idiotas especialmente contratados, en libertad condicional de instituciones psiquiátricas, algunos de los cuales, mediante un esfuerzo especial, pueden distinguir una tetera de un picahielo.

Y a los días, ya agarrándoselas directamente con el delicado tópico: “los regalos”:


Carta a Carl Brandt
27 de diciembre de 1951
Tuvimos una Navidad miserable, gracias. La cocinera se enfermó y el pavo no fue cocinado, y mi esposa está en cama o postrada la mayor parte del tiempo, tratando de sacarse de encima una bronquitis obstinada. Swanie [su agente literario] me envió una corbata para Navidad. Está toda cubierta de Sherlock Holmeses y huellas de sangre. Ojalá los agentes de Hollywood no sintieran la necesidad de enviarles regalos de Navidad a sus clientes, especialmente si los regalos son un registro tan exacto de la cuenta de ese cliente. Un escritor que escaló hasta llegar a un reloj de pulsera y después desciende a una corbata sabe cuánto vale... Usaré la cosa para asistir a la autopsia de un peón de cosecha de Ozark.

¿Cómo es la Navidad para ustedes (o cómo son las fiestas en general)? ¿“Noches de paz, noches de amor” o una fecha sin mayor relevancia? ¿Un momento para preparar bien antes de que llegue y atesorar bien luego que pasó o unos días “de terror” en el más literal de los sentidos, que esperamos que pasen cuanto antes? ¿O son, meramente, un trámite vertiginoso con el que hay que cumplir para llegar al año siguiente? Esperamos sus comentarios aquí.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Metáforas del día a día

Solemos relacionar las metáforas exclusivamente con el lenguaje poético. Pero esta figura retórica (que consiste en una comparación que no se explicita: por ejemplo, cuando en vez de referirnos a los ojos hablamos de "dos luceros") impregna la lengua que usamos todos los días. Y, más todavía, según dicen los que saben, influye en la forma en que vemos las cosas: la metáfora moldea enteramente nuestro modo de pensar y percibir. 

Obra de Brian Kershinik
Así lo revelaron George Lakoff y Mark Johnson, cuando, luego de numerosos estudios lingüísticos, dieron cuenta de que en lo más habitual de nuestras comunicaciones podemos encontrar asociaciones muy arraigadas (ya naturalizadas) que evidencian el vínculo de fondo entre dos sentidos originalmente distintos.

Por ejemplo, estamos acostumbrados a presentar las discusiones como si fueran guerras: expresiones como "ese argumento es indefendible", "le encontré el punto débil", "dio en el blanco en su ataque" o "perdió la discusión" son de lo más frecuentes.

Medimos la categoría de “tiempo”, por su parte, como el dinero (en una cultura que, de hecho, paga por horas), por eso el tiempo "se pierde", "se gasta", "se gana", "se ahorra" o "se reserva". Y también se agradece ("gracias por su tiempo").

También podemos rastrear la asociación entre expresiones y recipientes, cuando hacemos referencia a palabras “con contenido" o, por el contrario, "huecas". En cuanto a las teorías y las ideas, son asociadas con distintos conceptos: edificaciones (con bases, apoyos, la posibilidad de ser débiles o sólidas, fuertes o proclives a derrumbarse), comidas (se tragan o no, tienen "mal sabor", se "devoran", "son sustanciosas") o seres vegetales (se describen como "fructíferas", se “plantan”, “ramifican”...).
 
Pasando a los humores, funciona siempre un parámetro básico: arriba siempre es positivo (feliz: el ánimo se "levanta") y abajo, lo contrario: se está "deprimido" o "caído".

En lo que respecta a los países y su clase política, su economía o su sociedad, se suelen tratar como organismos: gozan de buena salud,
tienen un cáncer, están corrompidos...

Y finalmente y sobre todo, la metáfora más integrada, desde Dante ("A mitad del camino de la vida", como comienza célebremente su Divina Comedia) y antes todavía, la vida como trayecto: se habla del inicio y del final de la vida, y cuando nos presentamos a trabajos presentamos nuestra "carrera de vida" (currículum vítae) u hoja de ruta.

La idea subyacente parece ser que cuando tenemos que lidiar con conceptos abstractos o complejos, nos los acercamos mediante asociaciones que nos resultan más próximas, más asibles, más representables. Y así formamos un base conceptual que es punto de apoyo (otra metáfora: ideas como soportes o fundamentos) de nuestras ideas.

¿Qué otras metáforas detectan camufladas en nuestra vida cotidiana? ¿Sería posible pensar sin estos paralelos? Lo seguimos conversando aquí.

viernes, 31 de octubre de 2014

Consejos de escritura de Stephen King

De su muy recomendable libro Mientras escribo:

Primero escribe para ti; recién entonces preocúpate por el lector. “Cuando escribes una historia, te la estás contando a ti mismo. Cuando la reescribes, tu principal tarea es quitar todo lo que es no parte de la historia”.

No uses la voz pasiva. “A los escritores tímidos les suele gustar los verbos pasivos por la misma razón que a los amantes tímidos les gusta las parejas pasivas. La voz pasiva es segura”.

Evita los adverbios, especialmente después de los verbos de decir ("dijo XX"). “El adverbio no es tu amigo”.

Se trata de una palabra a la vez. “Incluso si es una viñeta o una sola página de una trilogía épica como “El señor de los Anillos”, el trabajo siempre es alcanzado una palabra a la vez”.

Elimina las distracciones. “No debería haber teléfono en tu cuarto de escritura, obviamente tampoco TV o videojuegos para que puedas estar perdiendo el tiempo”. Pero una vez escrita una gran porción del texto, tómate un descanso:  “Encontrarás que leer su libro luego de seis semanas de descanso resulta una actividad estimulante”.

Mantente en tu propio estilo. “No se puede imitar el estilo de otro escritor en un género en particular, no importa cuán simple lo que hace el escritor pueda parecer”.

Lee mucho. “Si no tienes tiempo para leer, tampoco tienes el tiempo (o las herramientas) para escribir” y “Aprendes mejor leyendo mucho y escribiendo mucho y recuerda que las mejores lecciones de todas son aquellas que te enseñas a ti mismo”.

Finalmente, no contar si se puede mostrar. Un ejemplo ya lo habíamos trabado aquí, en el cual el autor se refiere a una de sus novelas más famosas: Misery.

domingo, 26 de octubre de 2014

¿Se nace o se hace? Sobre la posibilidad de enseñar la labor del escritor

¿Se puede enseñar a escribir? Claramente sí se puede enseñar a trazar y enlazar letras para conformar palabras, pero la pregunta es ¿se puede enseñar a hacer literatura?

Felix Feneon at the revue blanche (1896), de Felix Vallotton

Hay quienes creen que es un camino personal e insondable, y por tanto una destreza que no se puede transmitir. Así pareciera sugerirlo la humorada de W. Somerset Maugham (1874-1965), narrador y dramaturgo inglés:
“Hay tres reglas para escribir una novela. Lamentablemente, nadie sabe cuáles son”.

O la ridiculización de Camilo José Cela en Café de artistas, donde el autor parece reírse de las supuestas fórmulas fijas para producir literatura. En una escena, le recomienda un editor a un autor:
“Y si usted quiere le que encargue una novela, ya sabe: planteamiento, nudo y desenlace. Verbigracia: una joven huérfana trabaja como una negra para poder sacar adelante a sus once hermanitos, que también son huérfanos y están algo delicados. Para darle mayores visos de realidad, podemos decir que trabaja en el instituto nacional de previsión, en la sección de seguros para madres lactantes. Bueno. La joven, que se llama, por ejemplo, Esmeralda de Valle-Florido, o Graciela de Prado-Tierno, o algún otro nombre cualquiera, el caso es que sea bello y simbólico, conoce un día, en una cafetería americana, ¡hay que ser modernos!, a un joven apuesto, de mirar profundo, que se llama, por ejemplo, Carlos o Alberto. No se le ocurra ponerle Estanislao, comprenda que no hace bien”.

Pero más parecen ser quienes creen que sí se puede enseñar a escribir, y con ellos están, naturalmente, todos los profesores de talleres literarios y todos los autores de manuales sobre el tema. Y escritores célebres, como queda explicitado en sendos catálogos de Juan Carlos Onetti y Augusto Monterroso.

Esas recomendaciones profesionales suelen reiterarse y giran en torno a la eficacia de un buen inicio, como esta de Juan Bosch:
“Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora. Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo”.
O la ventaja de particularizar la narración de modo que los personajes, los elementos, los hechos se vuelvan singulares:

“Si te limitas a evocar una silla, evocas un concepto vago. Si dices que está manchada de azafrán, de pronto la silla aparece, se vuelve visible”, sostenía el escritor británico V. S. Naipaul.

Pero a la vez con mesura en la caracterización de las cosas de modo de no emplear palabras innecesarias. Decía Horacio Quiroga:

“No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él sólo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo”.

Y Alejo Carpentier, también en particular sobre los adjetivos:
“Cuando el Dios del Génesis, luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. (...) Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", "Tanto va el cántaro a la fuente...", "El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas. (...) Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia como por quien escribió el Quijote”.

Pero entre todos los consejos de escritores célebres, respecto de lo que más hay coincidencia es acerca de la necesidad de constancia en el trabajo de escribir: “El talento es algo bastante corriente. No escasea la inteligencia, sino la constancia”, decía la Premio Nobel Doris Lessing. Y como ella muchos autores (como Augusto Monterroso, Simone de Beauvoir y Francisco Umbral, respectivamente) conscientes de que los frutos obtenidos han venido de la siembra disciplinada:
"No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidores aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción".
"Escribir es un oficio que se aprende escribiendo".
"El talento, en buena medida, es una cuestión de insistencia".

¿Qué creen ustedes? Quienes escriben ¿de dónde han obtenido recursos (narrativos, estilísticos) para hacerlo? ¿Procede todo de un don innato o es una destreza que se puede despertar, desarrollar y hacer lucir? ¿Sirven los talleres de escritura? ¿Sirven las guías y los consejos para escritores? ¿Siguen ustedes alguna recomendación en particular?

Lo conversamos aquí.

lunes, 6 de octubre de 2014

Sobre el oficio del cuentista

Según Juan Bosch (narrador, ensayista, educador, historiador, biógrafo, además de presidente de su país, República Dominicana, y "profesor" de García Márquez según el colombiano).

Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.
Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.

En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias lo arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.

La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.

Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.

Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: el que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.

Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.
El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.
No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.

La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándolo en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.

Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.

Este texto fue extraído de "Apuntes sobre el arte de escribir cuentos" (1947).







viernes, 3 de octubre de 2014

Carta de Rilke a un joven poeta

París, 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:

Retrato del autor en 1906 por Paula Modersohn-Becker
Hace solo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya gran y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien ya que me permite darle consejo he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?". Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "sí, debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso.

Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehúya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera). Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil: en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,

*Rainer Maria Rilke

*Nacido en Praga, en 1875, Rilke fue poeta y narrador. Murió en 1926. Esta carta es la primera de una serie de intercambios que se produjo entre el poeta Rilke y Franz Xaver Kappus, entre 1903 y 1908.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Por debajo de la realidad

El 28 de septiembre de 1966 moría el escritor, poeta, ensayista y teórico (principal exponente) del surrealismo André Breton.

El surrealismo constituyó la más influyente de las vanguardias artísticas del siglo pasado. De espíritu irreverente y marcadamente antiburgués, fue –con su fuerte cuestionamiento social y el intento de cambiar la vida a través del arte– el más intenso de los gestos de ruptura artística.
Golconda, pintura típicamente surrealista del belga René Magritte

Desde la aparición del Primer Manifiesto en 1925, el surrealismo logró una inesperada repercusión. De París, cuna del movimiento, pasó a Inglaterra, Bélgica, España, Suiza, Alemania, Checoslovaquia, Yugoslavia, e incluso a países de África, Asia (Japón) y América (México, Brasil, Estados Unidos, Argentina). Se imprimió sobre variadas manifestaciones culturales como la literatura, la pintura (observable en las obras de Salvador Dalí, Max Ernst, Giorgio de Chirico, René Magritte y Wilfredo Lam) y el cine (Luis Buñuel).

El surrealismo se basó en los restos del dadaísmo, tomando especialmente lo que había de reivindicador de una belleza convulsiva, en frontal rechazo a la estética tradicional. En el Primer Manifiesto estableció Breton los principios del movimiento: automatismo psíquico; importancia de los sueños y las alucinaciones, y creación libre, sin las limitaciones del mundo real. Con el tiempo, sus miembros fueron dejando de lado la búsqueda exclusivamente artística y psicológica, para involucrarse más con la política y el devenir social. El líder de la nueva etapa fue Trostsky.

Tristan Tzara, otro de los hombres clave del surrealismo, resumió -casi 50 años más tarde- la propuesta. Dijo entonces: "No quisimos que subsistiera una distinción entre la poesía y la vida: nuestra poesía era una manera de existir".

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Carta de un padre (escritor) a su hija

(autor: Gordon Bryant)


Amorosa carta del escritor estadounidense Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) a su hija, Frances Scott Fitzgerald:

8 de agosto de 1933
Querido Bombón:
Estoy muy interesado en tus tareas. ¿Podrías darme un poco más de información acerca de tus lecturas en francés? Me alegra que estés contenta, pero no creo demasiado en la felicidad. Tampoco creo nunca en la desgracia. Esas son cosas que ves en un escenario o en una pantalla o en una hoja impresa, nunca te suceden a ti en la vida.
Todo lo que creo en la vida es en la recompensa por la virtud (de acuerdo a los talentos de uno) y en los castigos por no cumplir con tus tareas, que son doblemente despiadados. Si hay un libro así en la biblioteca del colegio, ¿podrías rogarle a la señora Tyson que te permita buscar un soneto de Shakespeare en el que aparece el verso: "Los lirios que se pudren huelen mucho peor que la mala hierba"?
Hoy no he tenido pensamientos, la vida parece consistir en pensar un cuento para Saturday Evening Post. Pienso en ti, y siempre con placer, pero si me llamas Pappy otra vez agarraré al Gato Blanco y lo aporrearé duro en el trasero, seis veces cada vez que seas impertinente. ¿Harás algo al respecto?
Arreglaré la cuestión de tu cuota.
Ya termino, boba. Cosas de las cuales preocuparse:
Preocúpate por el coraje.
Preocúpate por la limpieza
Preocúpate por la eficiencia
Preocúpate por la equitación...
Cosas de las cuales no preocuparte:
No te preocupes por la opinión general
No te preocupes por las muñecas
No te preocupes por el pasado
No te preocupes por el futuro
No te preocupes por el crecimiento
No te preocupes si alguien te saca ventaja
No te preocupes por la victoria
No te preocupes por la derrota excepto que se deba a tu culpa
No te preocupes por los mosquitos
No te preocupes por las moscas

No te preocupes por los insectos en general
No te preocupes por tus padres
No te preocupes por los varones
No te preocupes por las decepciones
No te preocupes por los placeres
No te preocupes por las satisfacciones.
Cosas en las cuales pensar:
¿Qué es lo que realmente estoy buscando?
Cuán bueno soy realmente en relación con mis contemporáneos en cuanto a:
El estudio.
¿De verdad entiendo a la gente y soy capaz de llevarme bien con ella?
¿Estoy intentando realmente hacer de mi cuerpo un instrumento útil o lo estoy ignorando?
Con todo amor.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Y que los eunucos bufen

Criticado por sus contemporáneos por escribir sus novelas, cuentos y piezas periodísticas con errores y alguna torpeza sintáctica, Roberto Arlt se defendió, de una vez y para la posteridad, en el prólogo a su novela Los lanzallamas (1931), del que aquí extraemos un fragmento:
"Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos. Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.
Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.
(...) De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:
"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.". No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro.
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga".

viernes, 12 de septiembre de 2014

Lengua y literatura

Del 20 al 23 de octubre de 2013, en la Ciudad de Panamá, se celebró el VI Congreso Internacional de Lengua Española. Estos congresos se celebran cada tres años en distintas ciudades hispanohablantes y procuran ser foros de reflexión acerca de la situación, los problemas y los retos de nuestra lengua, en los que no faltan ocasionales polémicas: en el primer congreso, en 1997, en Zacatecas, Gabriel García Márquez, pidió la «jubilación de la ortografía» y en el tercero, en Rosario en 2004, el Premio Nobel de la Paz argentino, Adolfo Pérez Esquivel, dijo estar inaugurando el primer Congreso de laS lenguaS para reivindicar la revalorización de de las lenguas de los pueblos originarios de América Latina.

De las actas de estos congresos (incluyendo el de Chile, que tuvo que desarrollarse de forma digital a causa del terrible terremoto que asoló al país por aquellos días, en 2010) compartimos algunos fragmentos valiosos:

El de Mario Vargas Llosa, en la parte final del discurso preparado para el congreso de 2010 en Valparaíso (que debió llevarse a cabo en el espacio virtual por el terromoto que asoló Chile por esos días):

"En La Florida del Inca, el Inca Garcilaso de la Vega cuenta la historia terrible del soldado español Juan Ortiz que, en las luchas por la conquista de la Florida, fue capturado por los indios de los cacicazgos de Hirrihigua y de Mucozo. Por más de diez años permaneció Juan Ortiz entre sus captores, a cuyas costumbres y maneras llegó sin duda a acostumbrarse. Dos lustros después, una expedición de españoles encabezada por Baltazar de Gallegos lo rescata y devuelve a su vieja cultura. Y entonces, horror de horrores, el pobre Juan Ortiz descubre que ha olvidado su lengua materna y ya no sabe cómo contar su historia a sus salvadores. En su desesperación, para que lo reconozcan, sólo atina a balbucear (y de mala manera) el nombre de su ciudad natal: «Xivilla, Xivilla».

El Inca Garcilaso evoca este episodio con un sentimiento melancólico, pues, confiesa, a él también le está ya ocurriendo lo que a Juan Ortiz, por no tener en España «con quien hablar mi lengua general y materna, que es la general que se habla en todo el Perú… se me ha olvidado de tal manera… que no acierto

Una lengua no solo se pierde por no tener con quién hablarla, debido a un secuestro o a la distancia, como le ocurrió a aquel conquistador sevillano conquistado. Se pierde también por negligencia y haraganería, por desaprovechar sus riquísimas posibilidades y matices, por no conocerla ni gozarla a través de la lectura de sus grandes clásicos y sus mejores prosistas, por no ejercitarla y servirse de ella de manera creativa. Una lengua se nos puede ir escurriendo de las manos o mejor dicho de la boca, dejándonos despalabrados, por culpa de la ignorancia, la mala educación y esa pereza que consiste en valerse del lugar común, el estereotipo y el clisé, lenguaje muerto que empobrece la inteligencia y agosta la sensibilidad de los hablantes. Que no nos ocurra nunca la desgracia que se abatió sobre el pobre soldado Juan Ortiz y nos veamos un día privados de esta lengua que es nuestra mejor credencial para sortear los desafíos del tiempo en que vivimos. Dejar que la lengua se nos pierda o empobrezca es perder mucho más que un medio de comunicarse: es perder la seguridad, la única identidad real que tenemos y rodar hacia ese caos primitivo, a esa behetría habitada por sonámbulos que tanto espantaba a los quechuas del antiguo Perú".

Sobre las palabras como consuelo, en el discurso del narrador y periodista argentino Tomás Eloy Martínez (Cartagena, 2007):

"He frecuentado más de cuatro lenguas y ninguna me ha resultado tan flexible, tan abierta como el castellano natal. En los muchos momentos de desolación que hubo en mi vida —enfermedades, exilios, pérdidas irreparables de amores— siempre encontré una palabra entrañable para ese sentimiento, y ella me dio consuelo, comprensión y estímulos para seguir adelante".

Héctor Tizón, otro escritor argentino, sobre los efectos de la literatura, en Rosario:

"La literatura defiende la individualidad, lo concreto de las cosas, los colores, los sentimientos, lo sensible contra lo falsamente universal, que agarrota y nivela a los hombres contra la abstracción que los esteriliza, frente a la Historia, que pretende encarnar y realizar lo universal. La literatura contrapone lo que queda en las imágenes del devenir histórico".

Carlos Fuentes, también en la edición de Rosario:

"Nos instalamos en el mundo, nos recuerda Emilio Lledó. Pero el mundo también se instala en nosotros. La lengua es nuestra manera de modificar al mundo a fin de ser personas, y nunca cosas, sujetos y no sólo objetos del mundo. La lengua nos permite ocupar un lugar en la comunidad y transmitir los resultados de nuestra experiencia".

Y, probablemente, el más cómico, el del escritor y humorista Roberto Fontanarrosa, en este mismo congreso, quien no dudó en referirse a la eficacia de las malas palabras:

"Un Congreso de la Lengua, es más que todo, para plantearse preguntas. Yo como casi siempre hablo desde el desconocimiento, me pregunto por qué son malas las malas palabras, quién las define como tal. ¿Quién y por qué?, ¿quién dice qué tienen las malas palabras?, ¿o es que acaso les pegan las malas palabras a las buenas?, ¿son malas porque son de mala calidad?, o sea que ¿cuando uno las pronuncia se deterioran? o ¿cuando uno las utiliza, tienen actitudes reñidas con la moral? Obviamente, no se quién las define como malas palabras, tal vez sean como esos villanos de viejas películas como las que nosotros veíamos, que en un principio eran buenos, pero que al final la sociedad los hizo malos. (...)

A veces hay periódicos que ponen: «El senador fulano de tal envío a la M a su par…». La triste función de esos puntos suspensivos, realmente el papel absurdo que están haciendo ahí, merecería también una discusión acá, en el Congreso de la Lengua. Hay otra palabra que quiero apuntar que creo es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra «mierda», que también es irremplazable. El secreto de la contextura física está en la r —anoten las docentes— porque es mucho más débil como lo dicen los cubanos: miELda, que suena a chino y eso —yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la Revolución cubana—, quita de posibilidades de expresiva.

Voy cerrando, después de este aporte medular que he hecho al lenguaje y al Congreso, lo que yo pido es que atendamos a esta condición terapéutica de las malas palabras. Mi psicoanalista dice que es imprescindible para descargarse, para dejar de lado el estrés y todo ese tipo de cosas. Lo único que yo pediría (no quiero hacer una teoría) es reconsiderar la situación de estas palabras. Pido una amnistía para la mayoría de ellas. Vivamos una navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar".

martes, 2 de septiembre de 2014

«Oda al día feliz», de Pablo Neruda

«Oda al día feliz», de Pablo Neruda en Odas elementales:

Odas elementales
Esta vez dejadme
ser feliz,
nada ha pasado a nadie,
no estoy en parte alguna,
sucede solamente
que soy feliz
por los cuatro costados
del corazón, andando,
durmiendo o escribiendo.
Qué voy a hacerle, soy
feliz.
Soy más innumerable
que el pasto
en las praderas,
siento la piel como un árbol rugoso
y el agua abajo,
los pájaros arriba,
el mar como un anillo
en mi cintura,
hecha de pan y piedra la tierra
el aire canta como una guitarra.
Tú a mi lado en la arena
eres arena,
tú cantas y eres canto,
el mundo
es hoy mi alma,
canto y arena,
el mundo
es hoy tu boca,
dejadme
en tu boca y en la arena
ser feliz,
ser feliz porque si, porque respiro
y porque tú respiras,
ser feliz porque toco
tu rodilla
y es como si tocara
la piel azul del cielo
y su frescura.
Hoy dejadme
a mí solo
ser feliz,
con todos o sin todos,
ser feliz
con el pasto
y la arena,
ser feliz
con el aire y la tierra»,
ser feliz,
contigo, con tu boca,
ser feliz.