jueves, 4 de febrero de 2010

San Valentín con literatura erótica

Ni poemas de amor, ni atrapantes novelas románticas, ni palabras grandilocuentes que prometen pasión eterna. Esta vez, nos ocuparemos del Día de San Valentín (o de los Enamorados) con un fragmento de literatura erótica.

Curiosamente, la obra de la que extrajimos un fragmento para compartir no es en sí misma erótica. Pero incluye un episodio, que no dura más que una serie de párrafos, en donde se desentiende por completo de la trama general para detenerse, con soberana morosidad, en el encuentro carnal entre el protagonista y su amante. Y esa pausa en el argumento, esa inmersión en el placer creada con palabras, es la mejor muestra de literatura erótica que encontramos para esta ocasión. El fragmento en cuestión aparece en el capítulo VI de Nadie nada nunca, novela del escritor argentino (1937-2005) Juan José Saer.

Como suele hacer en sus obras, Saer toma estados y situaciones corrientes y las devuelve expandidas, dilatadas, ampliadas a nuestra conciencia de lectores. Examina exhaustivamente los pliegues y las secuencias de la realidad que nos suele pasar desapercibida para volvernos más conscientes de nuestra experiencia vital y para revelarnos la espesura del presente.

Aquí el fragmento:

Va entrando, despacio, como en un pantano, en la mujer de bronce, que lo recibe con un silencio reconcentrado, los ojos cerrados, la boca entreabierta, el labio superior encogido dejando ver cuatro dientes opacos, la cavidad de la boca envuelta en una penumbra rojiza. Su boca se pega a los labios entreabiertos. Las manos, que buscan primero las tetas espesas, blandas, se deslizan a los costados y se reúnen en la espalda sudorosa, se tocan un momento y bajan hasta las nalgas, apoderándose de ellas; las manos oprimen y apelotonan la carne blanda, incitando al cuerpo de la mujer a arquearse de modo tal que ya no se apoya sobre la cama –aparte de la cabeza que reposa sobre la almohada aplastada por el beso inmóvil– más que por los omóplatos y por la planta de los pies: el resto está en el aire, en tensión, sosteniendo el cuerpo del Gato que, como en un pantano, ha entrado en ella.

El ritmo se ha hecho ahora regular: la parte superior de los cuerpos, de la cintura para arriba, está inmóvil, la cara del Gato aplastada contra el hombro izquierdo de Elisa, la de Elisa emergiendo por sobre el hombro izquierdo del Gato, los ojos cerrados, la piel a la que el sudor da un lustre uniforme, los pechos y los vientres aplastados unos contra otros, la cama acompañando con un crujido rítmico el movimiento regular que los cuerpos ejecutan de la cintura para abajo: el del Gato de arriba abajo y de abajo arriba, entrando y saliendo, entrando y saliendo, la mujer un movimiento circular de su abdomen que acompaña y complementa el movimiento del Gato, cuyas nalgas se hunden y sobresalen, dándole la complejidad de un sistema de poleas y de pistolas combinados donde un ligero desnivel de recurrencia no sólo no desentona sino que contribuye a aportar cierta complejidad armónica al conjunto.

Los quejidos de la mujer, cuya frecuencia se prolonga y cuya intensidad va en aumento, resuenan sobre el fondo monótono de los jadeos del Gato hasta que, de golpe, el movimiento circular de vientre de la mujer y el movimiento vertical de vaivén de las nalgas del Gato, durante unos segundos, se detienen, antes del coletazo final, un violento sacudimiento de caderas que se repite tres, cuatro, cinco veces, acompañado de una serie de gritos, de lamentos, de obscenidades, de suspiros, de exclamaciones que llenan el aire lívido de la pieza.

De rodillas, el Gato hunde el mentón entre las piernas separadas de Elisa, entre los pelos negros del pubis. Elisa, parada a un costado de la cama, tiene el cuerpo rígido e inclinado un poco hacia atrás, de modo que es su vientre lo que sobresale, en tanto que la espalda de bronce está como oblicua respecto de su cintura. Sus hombros se sacuden tal vez porque sus manos acarician la cabeza del Gato, hundida entre sus muslos y, por la posición de su cuerpo, sus brazos se estiran al máximo para poder tocar el cabello rubio.

Sobre la cama, Elisa, en cuatro patas, la cara casi tocando la pared, las manos apoyadas sobre la almohada, espera, sin impaciencia, que el Gato, que avanza hacia ella, de rodillas, desde la otra punta de la cama, comience a separar, con manos sudorosas, sus nalgas que presentan en la parte inferior una franja blancuzca horizontal, único contraste en su cuerpo de bronce. Cuando, después de una búsqueda trabajosa, el Gato entra por fin en ella, Elisa emite un quejido ronco, profundo, prolongado, y va dejándose caer, boca abajo, despacio, hasta quedar extendida sobre la cama, con el Gato adherido a ella como una limadura de hierro a la superficie de un imán.

¿Qué otros fragmentos de literatura erótica recuerdan o quieren compartir? Los esperamos en lo que suponemos que será el post más cachondo del blog.

21 comentarios:

  1. Fascinación del éxtasis perpetuo

    "La mujer se encuentra en una crisis erótica aguda. Tiene las manos atadas, no se le ven los brazos. Echa la cabeza hacia atrás y saca la lengua. Arquea el cuerpo. Trata con gran esfuerzo de acercarse a su imaginaria pareja. Se observa claramente cómo experimenta el orgasmo. Gime, susurra palabras incomprensibles y hace muecas. Luego, se derrumba en el colchón y descansa tiritando. Antes de cinco minutos, la escena se repite. Sin que una pareja, o ella misma, se toque, tiene más de treinta orgasmos en menos de una hora.

    De vez en cuando, abre los ojos y despierta de su delirio durante unos minutos. En estos cortos intervalos, durante los que se da cuenta de dónde está, se castiga abofeteándose (la enfermera le ha soltado las manos).

    Se abofetea con las dos manos. Luego, las junta y sus labios murmuran oraciones. Se santigua una y otra vez. Es fascinante y triste a la vez observar a esta mujer.

    ¡Hay tanto frenesí y tanta pasión en esta enferma!

    La mujer no es joven ni bonita. No tiene dientes. Es sólo obscena. Está delgada, y suda. No se cansa de entregarse a su imaginaria pareja, pero incluso este espectáculo, cuando se repite varias veces, llega a aburrir.

    Por la actitud de su cuerpo (en el momento del orgasmo), esta mujer se parece a uno de esos asombrosos cepalópodos que solía dibujar Bellmer: la mujer toda cabeza y vientre. Los brazos son sustituidos por patas. O sea, que no tiene brazos. A esta enferma no le falta ni la repulsiva lengua de los cafalópodos de Bellmer".



    Unica Zürn,

    El hombre jazmín


    Fotografía Hans Bellmer


    http://amorfoscuriosos.blogspot.com/2009/12/fascinacion-del-extasis-perpetuo.html

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  2. "Realizas un esfuerzo para seguir revisando los papeles. Cansado, te desvistes lentamente, caes en el lecho, te duermes pronto y por primera vez en muchos años sueñas, sueñas una sola cosa, sueñas esa mano descarnada que avanza hacia ti con la campana en la mano, gritando que te alejes, que se alejen todos, y cuando el rostro de ojos vaciados se acerca al tuyo, despiertas con un grito mudo, sudando, y sientes esas manos que acarician tu rostro y tu pelo, esos labios que murmuran con la voz mas baja, te consuelan, te piden calma y cariño. Alargas tus propias manos para encontrar el otro cuerpo, desnudo, que entonces agitara levemente el llavín que tu reconoces, y con el a la mujer que se recuesta encima de ti, te besa, te recorre el cuerpo entero con besos. No puedes verla en la oscuridad de la noche sin estrellas, pero hueles en su pelo el perfume de las plantas del patio, sientes en sus brazos la piel mas suave y ansiosa, tocas en sus senos la flor entrelazada de las venas sensibles, vuelves a besarla y no le pides palabras.
    Al separarte, agotado, de su abrazo, escuchas su primer murmullo: "Eres mi esposo". Tu asientes: ella te dirá que amanece; se despedirá diciendo que te espera esa noche en su recamara. Tu vuelves a asentir, antes de caer dormido, aliviado, ligero, vaciado de placer, reteniendo en las yemas de los dedos el cuerpo de Aura, su temblor, su entrega: la niña Aura.

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  3. […]

    Aura vestida de verde, con esa bata de tafeta por donde asoman, al avanzar hacia ti la mujer, los muslos color de luna: la mujer, repetirás al tenerla cerca, la mujer, no la muchacha de ayer: la muchacha de ayer —cuando toques sus dedos, su talle— no podía tener mas de veinte años; la mujer de hoy —y acaricies su pelo negro, suelto, su mejilla pálida— parece de cuarenta: algo se ha endurecido, entre ayer y hoy, alrededor de los ojos verdes; el rojo de los labios se ha oscurecido fuera de su forma antigua, como si quisiera fijarse en una mueca alegre, en una sonrisa turbia: como si alternara, a semejanza de esa planta del patio, el sabor de la miel y el de la amargura. No tienes tiempo de pensar mas: —Siéntate en la cama, Felipe.—Si.
    —Vamos a jugar. Tu no hagas nada. Déjame hacerlo todo a mi.
    Sentado en la cama, tratas de distinguir el origen de esa luz difusa, opalina, que apenas te permite separar los objetos, la presencia de Aura, de la atmósfera dorada que los envuelve. Ella te habrá visto mirando hacia arriba, buscando ese origen. Por la voz, sabes que esta arrodillada frente a ti:
    —El cielo no es alto ni bajo. Esta encima y debajo de nosotros al mismo tiempo.
    Te quitaras los zapatos, los calcetines, y acariciara tus pies desnudos.
    Tu sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa, te acarician el pecho, buscan tu espalda, se clavan en ella. También tu murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez mas cerca del lecho; tu sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura.
    Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extreme al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar.
    Murmuras el nombre de Aura al oído de Aura. Sientes los brazos llenos de la mujer contra tu espalda. Escuchas su voz tibia en tu oreja: —¿Me querrás siempre?
    —Siempre, Aura, te amare para siempre.
    —¿ Siempre? ¿Me lo juras?
    —Te lo juro. —¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco? —Siempre, mi amor, siempre. —¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amaras siempre, aunque muera? —Siempre, siempre. Te lo juro. Nadie puede separarme de ti. —Ven, Felipe, ven..."

    Carlos Fuentes, Aura.

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  4. Sofía se sienta cerca del fuego. Samuel ve su cara iluminada con la anticipación y la curiosidad y saca de su morral las flores que antes cortara.

    —Vení cerca de mí —le dice.

    Sofía se acerca. Entre los dos se han establecido corrientes cómplices y subterráneas avivadas por la noche, la luna y el fuego.

    Samuel echa las flores en la fogata y le indica que se acuesten los dos con la cabeza a pocos metros de la fogata en la dirección de donde sopla el viento, para que el humo y los vapores viajen hacia ellos. Sofía le obedece. No bien se acuesta en el suelo, siente que la excitación cede paso a una sensación de bienestar. Es placentero sentir la tierra bajo su espalda y ver la luna asomándose entre las pequeñas hojas del guayacán que forman dibujos
    negros en la sombra. Samuel se acuesta a su lado. Ella siente su respiración fuerte y
    su mano ancha y áspera buscando la suya. Deja que él le tome la mano y cierra los ojos, esperando experimentar las sensaciones que él ha vaticinado. La mano de Samuel empieza a moverse sobre su brazo y antebrazo. Sofía
    siente ligeros estremecimientos empezar a invadirle el pecho, desmadejándola. Hace mucho que nadie la acaricia. Nadie la ha acariciado jamás así de suave. Es cierto lo que dijo Samuel, se experimenta más liviana y un calor de flores le entra en las venas y baja hacia su ombligo. Con los ojos cerrados deja que las manos de Samuel suban hacia sus hombros, su cuello, el contorno de su frente, la
    profundidad de su pelo ensortijado. Ya no siente aspereza en su contacto, las manos de Samuel se han trocado en mariposas ciegas que revolotean sobre todo su cuerpo. Sin abrir los ojos, deja que el hombre le incline la espalda para quitarle la blusa; las mariposas, entonces, revolotean sobre sus pechos desnudos y cuando él le quita la falda, el calor de su cuerpo es ya tan intenso como el de la fogata y
    cuando abre los ojos, Samuel se ve hermoso y color de cobre bruñido, desnudo, despojándola del último vestigio de ropa. Las mariposas se posan tanteando sobre su sexo y Sofía abre las piernas y siente la urgente necesidad de ser penetrada hasta lo profundo de sí misma. Sin embargo, Samuel continúa multiplicando
    milagrosamente sus manos y a Sofía le parece que los arillos y las luciérnagas danzan con él en el cortejo de los machos y también le están haciendo el amor todas las criaturas de la noche. Por fin siente el sexo de Samuel entrando en su interior, un sexo vivo y de alta temperatura, cómodo y que no la ofende como el enorme miembro de Rene. En ese momento nada existe para ella más que el movimiento fluido de aquel cuerpo hurgándole el placer que ella jamás ha conocido de esta forma. El hombre excava tenaz abriéndola a un mundo de
    experiencias apenas intuidas en sus solitarias exploraciones consigo misma. Sofía gime, se mueve contribuyendo en la búsqueda ciega del punto mágico que detonará los diques de las aguas que suben y buscan salida. La fogata apenas existe aún, la oscuridad es más densa.
    Samuel y Sofía jadean y murmuran cada vez con más urgencia hasta que ella siente que el vientre se convierte en flor y abre todos sus pétalos invadiéndola del polen de él cuyo pistilo ha llegado también a la floración del orgasmo entre los gritos de placer de ambos.

    Gioconda Belli
    Sofía de los Presagios

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  5. "¿Cómo me ve él?", se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla. Luego, miándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora. El cutis era perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó que era como la hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que la presión del dedo podía hacer brotar y la fragante humedad que evocaba la de las conchas marinas. Así nació Venus del mar, con aquella pizca de miel salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer manar de los escondidos recovecos de su cuerpo.
    Mathilde se preguntaba si podría hacer salir aquello de su misterioso centro. Se abría con los dedos los pequeños labios de la vulva y empezaba a acariciarla con suavidad felina. Atrás y adelante, como hacía Martínez con sus morenos y más nerviosos dedos. Rememoró esos dedos sobre su piel, en contraste con ella, y cuya reciedumbre parecía que iba a lastimar el cutis antes que arrancar placer con su contacto. ¡Qué delicadamente la tocaba -pensó-, cómo sujetaba la vulva entre sus dedos, como si tocara terciopelo! Se la sujetó como Martínez lo hacía, con el índice y el pulgar. Con la mano que le quedaba libre continuó las caricias. Experimentó la misma sensación, como de derretirse, que le procuraban los dedos de Martínez. De alguna parte, empezaba a fluir un líquido salado que cubría las aletas del sexo, que ahora relucía entre ellas.
    Mathilde quiso entonces conocer su aspecto cuando Martínez le pedía que se diera la vuelta. Se tendío sobre el costado izquierdo y expuso el trasero al espejo. Ahora podía ver su sexo desde otro lado. Se movió como se movía para Martínez. Vio como su propia mano aparecía sobre la pequeña colina formada por las nalgas, y empezaba a acariciarlas. Su otra mano se colocó entre las piernas y se mostró en el espejo por detrás. Esta mano acariciaba el sexo de atrás adelante. Se introdujo el índice y empezó a frotyarse contra él. Entonces la invadió el deseo de tomar por los dos lados, por lo que insertó el otro índice en el orificio del trasero. Ahora, cuando se movía hacia adelante, se encontraba con un dedo, y cuando el vaivén la empujaba atrás, hallaba el otro dedo, como le ocurría cuando Martínez y un amigo suyo la acariciaban a la vez. La proximidad del orgasmo la excitó, y la recorrieron las convulsiones, como si sacudiera el último fruto de una rama, sacudiendo, sacudiendo la rama para que cayera todo en un orgasmo salvaje, que se consumó mientras se miraba en el espejo, contemplando sus manos que se movían, la miel que brillaba y el sexo y el ano que resplandecían, húmedos, entre sus piernas.

    -Delta de Venus, de Anaïs Nin

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  6. algo que me dedicaron...

    Desencuentro de Cadáveres
    Guadalupe Lizárraga

    Ocurrió muy pronto aquel día: un jueves de septiembre. La sombra de cada uno arrastraba el deseo, alargado y estrecho, moldeado a la cuadratura de una cama rancia de hotel. En cuanto entraron a la habitación, ella se descubrió los senos blancos, que al recostarse espejearon en la oscuridad como cúpulas de mezquita, dejando asomar sus breves cicatrices extendidas por debajo de sus pliegues como tatuajes prohibidos. Él, antes de echarse sobre ella, se palpó lo que le quedaba de cuerpo para confirmarse todavía vivo, y luego, con su mano derecha, se escarmenó una ancha herida abierta en el pecho para constatar que le manara el chorro de sangre por aquel viejo amor del pasado.

    Los dos listos, después de convenir los acuerdos del no amor, empezaron a darse vueltas en la cama, y en cada vuelta se desprendieron de sus labios los recuerdos que estrellaban contra las paredes como cuervos ciegos. Ya por fin, desatados de tantos recuerdos puestos en palabras del pasado, se merodearon hasta la fatiga. La madrugada celosa los interrumpió tocándoles insistentemente la puerta. Pero él no la dejó entrar y le pidió a ella que guardara silencio. Ella obedeció indiferente, y mientras se le apaciguaba el pulso aprovechó para seguir bebiendo. Él, para seguir besándola.

    Tapizados de alcohol y besos, finalmente ella decide seguirlo sin sentimientos definidos, con el ánimo de tranquilizarlo; él piensa que la decisión de ella es como si hubiera seguido a otro cualquiera, no obstante decide ser dichoso. Para ella, la dicha de él es la sonrisa amarga de un alma sin vida. A partir de ahí, cada vez que se besan experimentan el estrépito de una ciudad que nace de su propia tumba. Para ella esa ciudad es el destierro; para él, la dirección opuesta a su fortaleza.

    Los encuentros se suceden, y cada que él se echa encima de ella, se les cosen las costillas. Ella lo mira como si esperara que hablara, pero él no habla, no dice nada, sólo jala la hebra para separarse y volver a ser dos. Tampoco la desnuda. Ella se desviste sola y le ofrece su cuerpo de sirena lastimada. Él, en un acto de ternura que después se reprocha, la cubre con abrazos de mar lejano, le repara las escamas de sus caderas de niño y le desenreda el cabello con la punta de sus dedos descarnados. Luego, se queda dormido. Ella lo observa, lo lame, lo besa, es como se lo imaginaba. Quiere soñarlo y se le acurruca en el pecho. Acomoda su cabeza sobre la herida ancha, que sin darse cuenta interrumpe el chorro de sangre. Es entonces cuando él se despierta, y muy quedo, apenas perceptible para ella, le dice que la ama. Con el júbilo ingenuo, ella aletea su cola rota de sirena y se vuelca de súbito sobre él para verlo con sus ojos brillantes de luz azul y lamerlo todo con su lengua de agua fría. A él le vuelve a manar el chorro de sangre. Respira profundo como un humano, y le afirma que la ama como ama a la tierra, al cielo, a una flor, a los niños. Sonríe, aliviado de su inteligencia. Después se queda en silencio y vuelve a dormirse.

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  7. la parte final...


    Ella simplemente no conoce la tierra ni el cielo. Lo demás se lo imagina, pero no le responde. De todos modos él ya no la oye. Podría decirle que sí lo ama, podría decirle que al menos desea hacerlo, intentarlo. Las palabras le pican los labios. Los aprieta para cerrarles la salida. Se percata de que él no la conoce. Que nunca la conocerá. Que a él se le ha extinguido la perversidad para llegar al extremo oculto de la hebra que le brota de sus costillas. Es entonces cuando una mano de la tristeza se le mete a los pulmones y le cierra los bronquios. No puede hacer nada. Recuerda que está fuera del mar lejano, de su lugar de vida. Él duerme con profundidad. A ella le falta el aire. Da aletazos de angustia con los restos de su cola. Él sigue durmiendo. Ella quiere llorar, llorar con todo el cuerpo para que él la escuche. Él empieza a soñar en el tiempo pasado. Ella se desvanece. Se le extingue la luz azul de sus ojos. Ya no tiene aire. No hay refugio de mar que la abrace. El chorro de sangre de la ancha herida del pecho de él sigue manando a borbotones, en tanto se adentra cada vez más en su sueño. Ella ya no logró soñar. Él no se da cuenta, sólo su sangre empieza a teñirle el cuerpo de sirena rota ya por completo. Él es feliz en el sueño de su pasado sin parar de sangrar. Su sangre forma una gran corriente que arrastra el cuerpo desvanecido de ella. Lo arrastra, lo arrastra, lo saca de la habitación inundada de sangre, lo hace flotar por las escaleras también inundadas, lo arrastra hasta la calle cubierta de la sangre que fluye.

    Todo es mar profundo de su sangre que la arrastra hasta volverla nada. Mientras... él sigue soñando eternamente en su pasado.

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  8. Entonces me acerco, lo abrazo, le hago caricias y siento la protuberancia de su sexo, lo que me pone contento, saber que todavía tengo el poder de ponérsela dura. Ven, vamos a la cama, le digo, y él no, no, mejor no, pero me besa con pasión, me araña con su barba de
    pocos días, me empuja el paquete y yo insisto y por fin se deja llevar a la cama. Nos quitamos la ropa, él con una premura que me excita, yo como un señorito que deja su ropa doblada en el perchero, y luego él se recuesta sobre unos almohadones, se agarra el paquete y me mira como diciéndome ya sabes lo que tienes que hacer. Yo me preparo para el combate cuando de pronto me dice ¿me extrañas cuando estás con ella?, y yo claro que te extraño, te extraño siempre, nada me gusta más que hacer el amor contigo, y él ¿te gusta más estar así conmigo que estar con ella?, y yo, muy gay sí, claro, esto es lo más rico ...



    ...me detengo un momento a admirar su belleza: el rostro distinguido y anguloso, iluminado por esos ojos vivaces y una sonrisa tierna; su pelo largo, entre rubio y café, sus manos finas y alargadas; la exacta voluptuosidad de esos pechos no muy abultados pero tampoco magros; la amplitud de sus nalgas, que esos pantalones ajustados remarcan bien; los movimientos rápidos, precisos, un poco atropellados, que me recuerdan a su padre. Me gusta amansarla, someter a esta mujer chucara, dominarla cuando hacemos el amor. Me gusta que interrumpa su ritmo febril, se rinda unos minutos, me entregue su orgullo y se mueva al ritmo que yo le marque, la cadencia de mi cuerpo agitándose entre sus piernas. Me excito mirándola, la abrazo por detrás, haciéndole sentir mi erección, y la beso en el cuello. No seas travieso, dice halagada. Susurro en su oído, mientras acaricio sus pechos sobre la blusa y mordisqueo su nuca. No podemos ahorita, se me va a quemar la comida, protesta débilmente. Yo insisto: Déjate, por favor, me muero de ganas, mira lo dura que la tengo. Entonces ella apaga la hornilla, da vuelta y me besa con todo el amor que siente por mí y yo no merezco. Yo la beso, acaricio su cuerpo de atleta, deslizo una pierna entre las suyas y me erizo con sus jadeos cuando la beso, la mordisqueo y la acaricio sin tregua. La llevo entonces a la sala, muevo mi computadora y la siento sobre mi mesa de trabajo. Estoy muy excitado y al parecer ella también. Quítate el pantalón, le digo. Ella me obedece de prisa, mientras yo me bajo el buzo y muestro con orgullo la erección que, a sus ojos, prueba que no soy marica, que soy un macho y que muero por metérsela. Sofía abre las piernas, sentada sobre mi mesa, los brazos apoyados hacia atrás, y aguarda la arremetida. Espérame un toque, que voy aponerme un condón, digo, agitado, y camino hacia el baño con el pantalón abajo. Regreso donde mi chica, la beso con pasión, con más amor del que nunca sentí por nadie, ni siquiera por Sebastián, que fue su chico y el mío, y hundo mi sexo entre sus piernas, y nos movemos primero con ternura y luego con una cierta violencia, y siento que nos vamos a venir juntos, lo veo en sus ojos, y le digo espérame, no te vengas todavía, y ella me puedo venir cuando quieras, yo te espero, y yo me agito como un hombre, levantando sus piernas, dejando que me atenacen en la espalda, y le digo te amo, Sofía, y ella alcanza a decir yo también te amo, justo cuando nos venimos juntos con unos gritos que no podemos ahogar.

    Luego quedamos abrazados, ella tendida sobre la mesa, yo recostado en sus pechos,
    besándolos, y se instala un silencio que sólo me atrevo a quebrar para decirle: Nunca te había amado tanto como esta vez, ha sido la mejor de todas. Ella sonríe, revuelve suavemente mi pelo y dice para mí también ha sido la mejor.



    Jaime Bayli.
    El Huracán lleva tu Nombre.

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  9. Qué buenos aportes, todos desconocidos hasta hoy para mí.

    Agrego un clásico, el muy citado capítulo 7 de la novela Rayuela, de Julio Cortázar:

    "Toco tu boca, con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

    Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos, donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua."

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  10. Mientras su boca se inclinaba sobre la suya, Samantha le dio todas las oportunidades. Gabriel extrajo un dulce beso detrás de otro de sus labios hasta que se quedó sin aliento y él acabó jadeando. Apenas se dio cuenta de que sus caderas habían empezado a moverse sobre las suyas en un baile más provocador aún que el que habían compartido en el salón de baile.

    Pero no podía ignorar las oleadas de placer que comenzaban a subir desde la parte inferior de su cuerpo. Jadeó en su boca mientras él se restregaba contra el montículo de su entrepierna. Era increíble y emocionante sentir por fin esa parte de él que había visto perfilada con tanta claridad debajo de sus pantalones, saber qué quería hacer con ella.

    Sus rodillas se separaron debajo de su falda. Él puso ahí la mano, intentando llegar a ella a través de las gruesas capas de hilo y lana.
    Samantha gimió y se retorció bajo sus rudas caricias, sorprendida por su desvergüenza y el intenso deseo de que le tocara la piel desnuda. Cuando apartó la mano se quedó decepcionada. Pero luego sintió que la metía por debajo de su falda. Sus dedos se deslizaron por la lana de su media y su liga hasta la piel sedosa de su muslo con una urgencia que no podía resistir.

    Cuando rozó con las puntas de sus dedos los rizos de su entrepierna Samantha hundió la cabeza contra su cuello, invadida por una repentina sensación de vergüenza insoportable.
    Su tacto ya no era rudo, sino exquisitamente tierno. Sus dedos acariciaban su piel hinchada como si fueran llamas, disolviendo todos sus recelos en un arrebato de pasión.

    Gabriel gruñó.
    —Sabía que si lograba llegar debajo de esas faldas recatadas podría demostrar que no estabas hecha de hielo. Derrítete para mí, cielo —susurró pasando la lengua por su oreja mientras introducía su dedo más largo en esa dulce suavidad.

    Ella gimió mientras su cuerpo se estremecía con los movimientos de su dedo sin poder controlarlo. Siempre había sabido que tenía la reputación de ser un buen amante, pero no se había dado cuenta de que conocía su cuerpo mejor que ella, que era capaz de centrarse únicamente en su placer excluyendo el suyo.

    El coste de su represión fue traicionado por su respiración agitada y la rigidez que sentía contra su muslo.

    Luego añadió otro dedo a su exploración, ensanchándola suavemente mientras acariciaba con el pulgar el punto crucial de sus rizos húmedos y la hacía palpitar deliciosamente.

    Sus dedos siguieron complaciéndola hasta que acabó retorciéndose y gimiendo, con una necesidad que no sabía que poseía. Una ola de oscuro placer se levantó sobre su cabeza.

    Mientras rompía, derramando una intensa sensación de éxtasis por todo su cuerpo en una marea incesante, la besó con fuerza para capturar su grito quebrado en su boca.
    Su beso se suavizó poco a poco, como si quisiera calmar los deliciosos espasmos que sacudían su cuerpo.


    Teresa Medeiros - tuya hasta el amanecer

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