Inspirados en el próximo feriado del Día Internacional del Trabajador, celebrado el 1º de Mayo en casi todos los países, esta vez recordamos los cuentos o novelas que tomaron
el trabajo como una circunstancia definitoria en los destinos vitales de sus personajes.
Ese es el caso de
Bartleby, el escribiente, ese empleado desquiciante descrito por Herman Melville, que se dedicaba a copiar documentos y a declarar, cada vez con mayor frecuencia y creciente absurdo (y sin ningún tipo de explicación -con lo que movía a total irritación tanto a su empleador como a nosotros, los lectores-), que había algunas tareas que "preferiría" no hacer... y punto: esa era toda la información que Bartleby se encontraba dispuesto a brindar. El trabajo aparece caracterizado, a veces, como espacio de emergencia de personajes exóticos; de encuentro y
socialización con los otros, los raros.
Pero, también, se presenta el
trabajo asociado a la pasión. Como, siguiendo con los
escribidores a sueldo, el talentoso pero intratable
Pedro Camacho: "boliviano y artista" (en la autodescripción del propio personaje); de "seriedad funeral" (en palabras del narrador). Pedro Camacho era el encargado de todos los radioteatros de la Radio Central de Lima, Perú, en la novela
La Tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa. Y tan en serio se tomaba su trabajo, tan obsesivo era en sus creaciones, que terminaba sucumbiendo de agotamiento mental y físico, mezclando disparadamente los distintos hilos narrativos de sus distintas radionovelas... y fracasando con rotundidad.
Y, además,
el trabajo como sufrimiento, como aplacamiento del potencial personal. El paradigma: los personajes de Roberto Arlt, que se angustian por la falta de dinero: esos que esperan evadir el injusto sistema y dar el "batacazo" (inventar, por ejemplo, la rosa de cobre; una alquimia para enriquecerse de un día al otro). Y Roberto Artl mismo, resentido con su destino de escritor profesional, por encargo; de autor que no podía, como otros, permitirse la literatura como única ocupación. En el famoso prólogo a
Los lanzallamas (ese en el que habla de su ficción como un "cross a la mandíbula" y de sus críticos como "eunucos que bufan"), lo dice claramente: "Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo".
De esta variante hay otras caras posibles.
El trabajo como rutina, como organismo que deglute la energía de los seres humanos. Así aparece tanto en el libro que regalamos abajo,
El capote, de Gogol, y en
Cuentos de la oficina, de Roberto Mariani, en cuyo relato "Balada de la oficina", es la oficina (personificada), quien tiene la palabra. E indica a su empleado:
"Ahora vete contento. Has cumplido con tu Deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y vuelve mañana, y
todos los días durante 25 años; durante los 9.125 días que llegues a mí, yo te abriré mi seno de madre; después, si no te has muerto tísico, te daré la jubilación.
Entonces, gozarás del sol, y al día siguiente te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu Deber!".
La otra dimensión muy explorada del trabajo como sufrimiento es, finalmente, ya no individual, sino social:
el trabajo como explotación, y la literatura, como denuncia: el caso de
Redoble por rancas, de Manuel Scorza, o
Los dueños de la tierra, de David Viñas.
Estas facetas son algunas de las que emergen cuando la literatura cuenta sobre las actividades laborales o vocacionales necesarias para la supervivencia.
¿Qué otros libros recuerdan que presenten el trabajo como tema? Y ¿qué aspecto destacan? Lo conversamos aquí.