del pintor estadounidense David Hettinger: una lectora ya atrapada |
En el Día del Libro (al menos en la Argentina, pero una efeméride que celebra la literatura nunca está de más...) recordamos algunos comienzos memorables, que logran atraernos y que deseemos seguir hospedados en la historia. Son inicios que a veces consisten solo en la primera oración y, otras, en los primeros párrafos, pero siempre, más breves o más desarrollados, son simplemente, en lo esencial, una pequeña selección de palabras que logran introducirnos en una escena, presentarnos unos personajes, engancharnos con un conflicto, atraparnos con un enigma. Todo en muy pocas líneas.
Por ejemplo, con una pregunta de los propios personajes:
“¿Encontraría a La Maga?”, que es la pregunta que da pie al narrador a contar cómo es esa pareja conformada por Oliveira y la Maga, que juega a los azares en París, en la más famosa novela Cortázar, Rayuela).
O la de Alicia en el País de las Maravillas, cuando la pequeña protagonista descarta los libros sin ilustraciones ni diálogos (en un guiño al lector, que sí está iniciando una obra repleta de esos recursos): “Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo pero no tenía ilustraciones ni diálogos, ‘¿y de qué sirve un libro –pensó Alicia– si no tiene ilustraciones ni diálogos?’”.
En otros casos, los comienzos ponen al día al lector: recapitulan velozmente cómo se llegó a una situación desafortunada. Y la intriga es cómo pueden mejorar los personajes sus circunstancias en adelante:
La Ilíada, por caso, que explica el conflicto que llevó al hábil combatiente Aquiles a abandonar los campos de batalla en perjuicio de los aqueos: “Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades las almas valerosas de los héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de las aves –cumplíase la voluntad de Zeus– desde que se separaron con disputa el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo”.
Y el inicio de Nada que perder, del escritor argentino Andrés Rivera: “Mi padre murió y lo cremaron. Pero no todo fue tan fácil como lo acabo de decir”.
También están los comienzos que se animan a adelantar lo que sigue, en particular, las desgracias:
“Eréndira estaba bañando a la abuela cuando empezó el viento de su desgracia”, de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez. O “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se despertó a las 5.30 de la mañana” (Crónica de una muerte anunciada, del mismo autor).
"Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase esto antes que nada", el inicio increíble de Canadá, del autor estadounidense Richard Ford.
Otros se apoyan en sentencias tajantes como verdades universales:
"El pasado es un país extranjero: allá hacen las cosas de otra manera", de El alcahuete, de L. P. Hartley.
O “Es una verdad universalmente reconocida que a todo hombre soltero que posee una gran fortuna le hace falta una esposa”, Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. O “Todas las familias felices son iguales, pero las desdichadas lo son cada una a su manera”, de Anna Karenina, de Tolstoi.
Mientras que están, también, los inicios que empiezan dubitativos, buscando (tal vez infructuosa y hasta exasperantemente, como se da tanto en las obras de Saer) la precisión:
"Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos, qué más da", de Juan José Saer en Glosa.
¿Qué otros inicios han logrado atraparlos? Lo conversamos aquí.