Madre y niño, del pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín
Mayo es el mes en el que la mayoría de los países de habla española ha decidido celebrar el
Día de la Madre.
Figura primordial para la especie humana, tanto desde el punto de vista biológico como cultural, la literatura no ha dejado de ocuparse de su poderosa presencia en la vida de las personas.
Desde
Edipo rey (
aquí, de regalo), texto que funda el mito del deseo del hijo hacia la madre, hasta las expresiones más modernas y sin duda más complejas, en los libros de todas las épocas aparecen vínculos filiales de distinto calibre.
Pero los más interesantes son aquellos en los que prima la ambigüedad. Aquellas historias que no presentan madres abnegadas, perfectas y ejemplares como personajes planos y sin vueltas, sino que exploran su figura con las contracciones que todos, en tanto seres humanos, exhibimos al entrar en relación con otros.
Dos casos literarios: la figura de la madre por desentrañar y la figura de la madre tan protagónica como criticable.
El primer ejemplo, del cuento “Querida mamá”, de la escritora argentina
Hebe Uhart, que toma el formato de una carta a la madre muerta. Una hija que quiere independizarse de recuerdos y abandonar por fin la angustia del duelo escribe a su madre, en plan de reconocimiento tardío:
Ahora trato de hacer siempre dos cosas al mismo tiempo: por ejemplo, mientras limpio los estantes, encuentro algo que necesitaba, y cuando barro, escucho la radio; si tomo sol, arreglo las plantas. Tanta bronca que me daba cuando vos me decías: “De paso, hacé tal cosa” y yo no quería hacer nada de paso para no perder la idea de la actividad fundamental. Ahora no sé si la actividad fundamental es barrer o escuchar la radio. Y entiendo cuando vos te decías a vos misma “sí, sí, sí...”, como si algo se fuera animando, como si la vida se pusiera en marcha en uno con prescindencia de los propios designios.
Y, también, en procura de plantear un pedido imposible:
Mamá, tanto que hemos peleado y nos hemos querido, que después de que te fuiste yo pensaba ¿Cómo puede ser que todo eso que existió no exista más y que ahora ella ignore todo lo que me pasa, que dé lo mismo blanco que negro? Yo creo que me da trabajo esta carta porque no quiero llorar. (…). Yo sospecho alguna pequeña gracia para mí, algún don, pero puede perturbarlo el que yo ya tengo bastantes recuerdos y son un peso grande. Te pediría que vos, que eras creyente, encomiendes a Dios tus recuerdos, así yo me hago cargo sólo de los míos. Así más liviana podré recibir esa gracia.
Tu hija que tanto trabajo te ha dado, pero que también te ha querido mucho.
Otro caso, el de la
nouvelle El baile, de
Irene Némirovsky: la historia de una niña que se venga de su madre del peor modo posible para ella (porque los hijos conocen como nadie las debilidades de sus progenitores): a una madre que prioriza sobre todo el éxito social, la humillación pública. Y que muestra así que a veces la familia se une –citando la fórmula de Borges– no por el amor, sino por el espanto.
Dos casos biográficos para el final. En un extremo, el amor incondicional (el reconocimiento afectivo e incluso intelectual) de
Jorge Luis Borges a su madre, en la dedicatoria que le hace de sus
Obras completas:
A Leonor Acevedo de Borges
Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos. Estoy hablando de algo ya remoto y perdido, los días de mi santo, los más antiguos. Yo recibía regalos y yo pensaba que no era más que un chico y que no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlos. Por supuesto, nunca lo dije; la niñez es tímida. Desde entonces me has dado tantas cosas y son tantos los años y los recuerdos. Padre, Norah, los abuelos, tu memoria y en ella la memoria de los mayores —los patios, los esclavos, el aguatero, la carga de los húsares del Perú y el oprobio de Rosas—, tu prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos, las mañanas del Paso del Molino, de Ginebra y de Austin, las compartidas claridades y sombras, tu fresca ancianidad, tu amor a Dickens y a Eça de Queiroz, Madre, vos misma.
Aquí estamos hablando de los dos, et tout le reste est littérature, como escribió, con excelente literatura, Verlaine.
Y, finalmente, el reconocimiento de
Richard Ford en su texto autobiográfico
Mi madre, in memoriam, al repasar la historia en común (con todas las dudas propias acerca del acto mismo de contar esa historia; la seguridad de que la reconstrucción del pasado nunca será exacta):
Mi madre y yo nos parecemos. Frente prominente y ancha. El mismo mentón, la misma nariz. Hay fotografías que lo demuestran. Me veo a mí mismo en ella, incluso la oigo reír. En su vida no hubo especial brillantez ni celebridades. No hubo hechos heroicos. Ni un éxito resonante capaz de henchir el corazón que coronase su vida. Hubo desgracias suficientes: una infancia que era mejor no recordar, un marido al que amó para siempre y al que perdió, y a partir de esta pérdida una vida que no suscita comentarios. Pero de alguna forma ella me hizo posible expresar mis afectos más auténticos, como lo haría un pasaje de gran altura literaria con un lector devoto. Y conocí a su lado ese tipo de momentos que todos quisiéramos conocer, el momento de decir: "Sí. Esto es lo que es". Un acto de conocimiento que certifica la existencia del amor. Yo lo he conocido. He conocido a su lado muchos momentos así, e incluso los he reconocido en el instante en que sucedieron. Y ahora. Y supongo que los conoceré siempre.
El agradecimiento, la ternura, el reproche, las expectativas sin cumplir, el pedido de que ella resuelva las propias cuestiones pendientes… todo puede aparecer en la evocación de la madre.
¿Qué otros textos literarios repasan la relación madre-hijo? ¿Qué tendrían ustedes para decir respecto de las suyas? Lo comentamos aquí.